Ignacio Camacho-ABC
- El PP tiene dos problemas concomitantes: la impaciencia de su electorado lo condiciona tanto como la resistencia de Sánchez
Feijóo hizo el pasado miércoles en el Congreso uno de sus mejores discursos, si no el mejor: sólido, contundente, responsable, cargado de razón. El problema es que en política sirve de poco tener razón si no te la dan, y sólo pueden darla las urnas o, en su defecto, la opinión pública. Pero la de la opinión pública sólo se mide en las encuestas de intención de voto, es decir, en la expectativa de unas elecciones cuya hora aún no ha llegado porque el que la decide –además del calendario, que las fija en 2027– es el destinatario de ese discurso sólido, responsable, etcétera. Y como en esos sondeos Feijóo aparece como el futuro presidente del Gobierno, sus buenas expectativas se convierten en la causa paradójica de que por ahora no pueda llegar a serlo.
El líder del Partido Popular es en las actuales circunstancias lo que se llama un presidente a la espera. Espera y esperanza tienen la misma raíz semántica, y el problema es que para sus electores la segunda se debilita con la primera. Es decir, que se desesperan porque la oportunidad de satisfacer su aspiración no llega. Y así, el ejercicio de la oposición se convierte en un estado de desasosiego que desemboca en una inevitable sensación de impotencia. El poder, como sentenció Andreotti, desgasta sobre todo al que no lo tiene. Máxime cuando al que lo tiene sólo le importa tenerlo, es decir, que no lo tengan otros. Un círculo vicioso.
Ayer, ante sus parlamentarios reunidos en Sevilla, Feijóo volvió a urgir la disolución de las Cortes. Y de nuevo tiene razón: el Gobierno no puede gobernar, ni aprobar presupuestos o leyes, ni convalidar decretos. Sus socios no lo apoyan en asuntos esenciales como el cumplimiento de los compromisos europeos. Pero su mayoría negativa, su coalición contra la alternancia, sigue intacta, y Sánchez no piensa ponerla a prueba en una cuestión de confianza. De modo que como la moción de censura carece de números viables, el Ejecutivo se agarra a una legislatura bloqueada que le permita sobrevivir a pesar de su estabilidad precaria. Con eso le basta. El objetivo es durar, aunque sea sin hacer nada.
El PP se enfrenta, pues, a dos condicionantes retroalimentados: la resistencia del adversario y la creciente –y lógica– impaciencia de sus votantes. En la práctica los dos son el mismo y se llama tiempo, un factor clave de la política que por lo general está en manos del que controla los resortes de mando. El candidato puede perderlo con una presión que difícilmente dará resultado, o ganarlo preparando un proyecto capaz de estimular el ánimo de muchos ciudadanos todavía renuentes al cambio. El propósito de derogar el sanchismo ya está sobrentendido; hace falta un programa concreto, una oferta de convicción para los indecisos. Un modelo de país en positivo. Urge tenerlo listo por si de verdad se adelantan los comicios. Porque a veces los deseos se cumplen como castigo.