Ignacio Camacho-ABC
- Mientras más desfavorables le resulten los sondeos, más razones encuentra Sánchez para atornillarse en el Gobierno
Con las encuestas actuales, la legislatura no decae porque Sánchez tiene que elegir entre un mandato perdido y un mandato inviable. La opción es obvia: tirar para adelante mientras Puigdemont lo permita y al menos hasta que el viento electoral cambie. Esto último se barrunta difícil porque por primera vez desde la refundación democrática el conjunto de la derecha se aproxima al cincuenta por ciento de intención de voto. (Los datos del CIS no cuentan: eso no es demoscopia sino horóscopo y aun así reflejan un atasco del PSOE y un hundimiento de su principal socio). El Partido Popular está estancado en su crecimiento pero Vox continúa subiendo ante la dificultad de Feijóo para encontrar el tono, de modo que entre ambos suman una mayoría holgada con margen para retroceder unos puntos sin perder la expectativa de un triunfo relativamente cómodo. En esas condiciones, el adelanto electoral se vuelve utópico: nadie da facilidades para su propio desalojo.
Claro que sin elecciones a la vista los sondeos tienen un valor relativo. La experiencia demuestra que la perspectiva inmediata de los comicios agita el pulso de la opinión pública y a menudo provoca bruscos giros o alteraciones inesperadas de unos resultados que parecen decididos. La izquierda tiene en ese sentido un contrastado instinto para imponer durante las campañas su relato político gracias a la eficacia de su aparato comunicativo. Sin embargo, los microdatos indican que en el sustrato sociológico español se están incubando importantes cambios, y uno de los más significativos es la receptividad de un revelador porcentaje de votantes jóvenes hacia los discursos autoritarios, fenómeno que ha podido detectar hasta el averiado olfato de Tezanos. Por eso la estrategia sanchista de remover el espantajo de Franco apunta a fracaso. La izquierda tendrá que buscar un argumentario más seductor o menos desgastado si de verdad pretende revertir su presentido descalabro.
De momento no aparenta tenerlo. Y para construirlo necesita que Vox abandone el estudiado estilo discreto que le está proporcionando importantes réditos. La coalición de poder quiere una extrema derecha vociferante, montaraz, hiperbólica, que meta miedo con sus fetiches ideológicos más primarios y sus exabruptos más incorrectos. Y se ha encontrado con un inopinado perfil bajo, subterráneo más bien, que se mueve bajo radar en esos grupos de mensajería telefónica donde divulga sus mensajes radicales sin estruendo. El partido de Abascal se beneficia del desplazamiento populista del voto conservador europeo y recoge en silencio el desencanto de los sectores que siguen viendo en el PP un liderazgo poco enérgico. La clave del vuelco consiste en saber si a los socialistas les volverá a funcionar el método que ya les salvó una vez por los pelos. Y la paradoja del caso es que esa duda razonable sirve para atornillar al Gobierno.