EL CORREO 15/05/14
JOSEBA ARREGI
· Los dioses eliminados están vivos, enmascarados y más eficaces que antes
Una de las mejores intuiciones para entender en toda su complejidad la cultura moderna es la ofrecida por Adorno y Horkheimer, los fundadores de la llamada Escuela de Frankfurt, renovadores del pensamiento marxista en el siglo XX, y que resumen con el título de su obra ‘La dialéctica de la Ilustración’. Una de las tesis de esta obra es que la Ilustración acaba con la presencia pública de Dios, con Dios como garante e intérprete de los valores que rigen en el espacio público del Estado. Pero añaden que el problema de la cultura moderna radica en que el Dios que se cree haber expulsado de la esfera pública vuelve a introducirse subrepticiamente en la vida pública en forma de nuevos dioses enmascarados, ante los cuales los modernos tienen un problema doblemente grave: que no los reconocen y ello porque creen haberse liberado definitivamente de su presencia.
Algunos pensadores más actuales definen la crisis de la cultura moderna afirmando que dicha crisis se puede definir como el resultado de la acumulación de efectos colaterales de los impulsos fundamentales de ella misma: lo que ha intentado la cultura moderna, la Ilustración, ha tenido efectos colaterales no previstos ni queridos, y cuando la cantidad de estos efectos ha llegado a un grado suficiente de acumulación, entonces es la propia Ilustración, la cultura moderna en sus mismos fundamentos, la que entra en crisis. Se podría añadir que una de las formas de entrada subrepticia de Dios en la esfera pública es la creencia extendida que de la voluntad humana se sigue siempre lo que esa voluntad ha querido y quiere, olvidando las consecuencias indirectas, pero no pocas veces, tremendas, de esa voluntad, más allá, y en contra de lo querido e intencionado.
Pero mirando a la historia de la civilización occidental y a alguna de sus principales fuentes, se pueden encontrar otros paralelismos que, en un primer momento, pueden provocar irritación y resultar incomprensibles, pero que sin embargo, bien analizados, ofrecen vías de entender más profundamente lo que tratan de explicar Adorno y Horkheimer y los pensadores que interpretan la crisis de la modernidad como acumulación de efectos colaterales de la propia modernidad –Kurt Beck, por ejemplo.
En un estudio titulado ‘Jesus vor dem Dogma’ (’Jesús antes del dogma’, es decir antes de ser entendido y explicado como el Cristo), su autor, Ludger Schenke, trata de recuperar al Jesús histórico preguntándose por el punto de partida adecuado para ello, y analizando cuál era el juicio de Jesús sobre el mundo humano. Y sorprende sobremanera que en el contexto de su pregunta toma unas palabras del Evangelio de san Lucas, palabras que para el autor están asumidas por la mayoría de exégetas como palabras auténticas de Jesús, y que son las siguientes: «Vi a Satán caer del cielo como un rayo» (Lc. 10,18). Lo interpreta diciendo: «Imaginarse la actuación de fuerzas demoníacas a la espera de hacer daño al hombre era muy efectivo. Era la forma ingenua y popular que adquiría el pesimismo con el que los apocalípticos veían la historia humana dominada por el maligno. La forma suprema del daño demoníaco era la posesión. En ella el hombre se convertía en víctima pasiva del maligno. En ella se manifestaba el poder y el dominio de Satán en el hombre. El hecho de que Jesús no se rindiera ante los posesos por los demonios coloca su actividad en una luz característica: no abandonaba a los posesos al ‘maligno’ que habitaba en ellos. Los liberaba» (p. 18).
Jesús actúa al inicio de su actividad pública como exorcista. Él, y también sus discípulos. En esa actuación, en sus propias palabras, el futuro reino de Dios comenzaba a ser realidad parcial en la historia. La lucha contra el mal comienza a dar sus frutos, pero la verdadera y definitiva batalla no está ganada. Pues los demonios que son expulsados de los posesos pueden volver, y entonces la situación del poseso será peor que antes: es lo que pasará con esta generación (Mt. 12, 43-45).
Los demonios expulsados de los posesos, los dioses que vuelven camuflados al escenario de la vida pública, los efectos colaterales contrarios a las intenciones de la voluntad del hombre en los mejores momentos de la Ilustración: formas de hablar que indican que la realidad humana es siempre ambigua, que el mal y el bien se encuentran siempre mezclados, que es imposible proceder a una simple clasificación, aquí lo bueno, allí lo malo, que es imposible una cualificación positiva simple de la realidad humana cultural en cualquier momento de la historia.
En unos momentos en los que los medios de comunicación alardean de avances científicos en los que algunos descubrimientos son descritos como adquisición de la capacidad divina de crear vida artificial, en unos momentos en los que se celebra cualquier avance tecnológico como si fuera sólo positivo, sin efectos colaterales, en unos momentos en los que se celebra que con el nuevo Papa la Iglesia haya dicho sí a la cultura moderna, criticando sólo los excesos de la globalización financiera, como si dicha globalización no tuviera relación alguna con el resto de avances de la ciencia y la tecnología, y con los usos y costumbres de la cultura actual, quizá convenga recordar que los demonios expulsados vuelven y causan más daño que antes, que los dioses eliminados están vivos, enmascarados y más eficaces que antes, que toda acción humana consiste en lo que se ha querido con ella y en sus efectos colaterales contrarios a la intención humana, y que la labor de la liberación de esos demonios, de esos dioses, de esos efectos colaterales está pendiente.
Siempre con la pregunta de cómo esa liberación puede ser obra del hombre si sus acciones son, necesariamente, siempre ambiguas, a no ser que sigamos soñando el sueño del barón de Münchhausen que quería liberarse de ser tragado por las arenas movedizas tirando de su propia coleta, con lo que cada vez se enterraba más a sí mismo.