Me referí en mi columna de la semana pasada a las amenazas de Pasionaria a José Calvo Sotelo, relacionándolas con la jerga gangsteril de Celaá. Pero he aquí que el vicepresidente Pablo Iglesias, en sus intervenciones parlamentarias de esta semana, ha intentado aproximarse mucho más que la ministra a la intimidación original (por parte de Ibarruri fue la forma de señalar el objetivo a los sicarios que llevaron a cabo el protopaseo que detonaría nuestra guerra civil). Iglesias ha conseguido su objetivo con creces, pasándose de frenada y llevando su habitual discurso del odio a profundidades sublimes. Lo de llamar a la oposición «parásitos» («ustedes no son siquiera fascistas, son parásitos»), eso sí que nos devuelve al idílico paisaje de
la Europa de los veinte y los treinta, revelando a la vez el doble modelo de Podemos y del «socialismo del siglo XXI» en general: Lenin y Hitler. O sea, la fórmula bolivariana, mezcla de marxismo-leninismo caribeño, matonismo cuartelero y antisemitismo importado de Irán y Argentina.
Los nazis llamaban parásitos a los judíos, porque la idea de exterminarlos con un pesticida bien conocido desde la Gran Guerra, el Zyklon, que la industria hitleriana perfeccionó con vistas a su uso en las cámaras de gas, les parecía ingeniosa y artística. Aunque los judíos encarnaban a los parásitos por excelencia, el III Reich fue extendiendo paulatina pero ininterrumpidamente tal condición a los enfermos y descapacitados mentales, a los gitanos y a otras «razas inferiores». A los comunistas alemanes no, salvo que fueran judíos. Una cosa fue Buchenwald y otra distinta Auschwitz, no confundamos las especialidades.
Para los bolcheviques, los burgueses no eran parásitos en sentido estricto, entre otras razones porque había muy pocos burgueses en el imperio zarista y, además, la mayor parte de la cúpula bolchevique venía de la burguesía. Habían sido burgueses y, en palabras de Lenin, se desclasaron. Es decir, se desclasaron para montarse una burguesía más perfecta, una burguesía burocrática que se apoderaría de la plusvalía a través del Estado y con ella financiaría cómodamente sus dachas de Galapagar en los Urales o a orillas del mar Negro, mar y montaña, donde antes sólo podían veranear los aristócratas, o sea, los parásitos por excelencia, fumigados en su totalidad durante la primera fase de la Revolución. Cuando se les acabaron, fueron ascendidos a dicha categoría los campesinos propietarios (los kulaks), y, tras la «deskulakización», los opositores de izquierda, los curas, los chamanes siberianos, y, claro está, los separatistas de las nacionalidades oprimidas por el imperio, a los que Lenin había declarado aliados principales de los revolucionarios en la primera fase mencionada (algo parecido a lo que hizo Sánchez Castejón con el PNV en la moción de censura). Durante la desescalada, los líderes secesionistas que sobrevivieron a las purgas directas fueron muriendo en sus confinamientos fluviales del Obi, Yenisei, Lena, Indiguirta y, sobre todo, Kolima (ríos del archipiélago Gulag que aprendíamos de corrido los niños en los tiempos de Franco).
A estas alturas, supongo que incluso los más nacionalistas de la periferia española tendrán bastante claro que el federalismo del PSOE vale tanto como las promesas leninistas a los irredentistas armenios. Lógico. Como bien explicó en su día Tocqueville, no hay despotismo que funcione sin una buena centralización, y a esto el primero en cogerle gusto ha sido Illa, un excatalanista, como lo fue a su modo georgiano el padrecito Stalin. O sea que Torra y Urkullu entrarán en el próximo lote de parásitos, a decidir la prelación de uno u otro sobre la marcha.