Joseba Arregi-El Correo   27/7/2019

El problema radica en que no son las palabras y su significado las que se imponen a quien las utiliza, sino a la inversa: es el hablante el que impone el significado a la palabra

Creo que se trata del título de una canción de hace bastantes años, no me pregunten si pop, tecno, rock o de qué otra tendencia musical. Creo que trataba de que en algunos casos las palabras son solo eso, palabras, sin significado alguno, sin contenido alguno que transmitir. En tiempos mucho más cercanos algunos autores españoles -me vienen a la mente los nombres de Rafael Argullol, Luis Goytisolo y Javier Marías, por ejemplo- han escrito acertadamente sobre la pérdida de valor de las palabras, sobre el empobrecimiento serio del lenguaje.

No hace años ya que Koldo Mitxelena se encolerizaba cuando escuchaba a alguien decir «eso son meras cuestiones semánticas», y gritaba, como acostumbraba: «pero si la semántica es lo más importante del lenguaje, si sin palabras no podemos hablar, no somos nada…»

 

El problema no radica necesariamente en los nuevos medios sociales, en internet, móvil, twitter, instagram o lo que sea. El problema no radica tampoco solo en que las generaciones actuales lean poco, en que el dominio de la lectura y la escritura vaya en regreso. Tampoco es el peor problema que haya pedagogos que consideren que ese regreso quizá sea un progreso. El verdadero problema radica en que se trata de un fenómeno cultural en el sentido más profundo del término «cultura». El problema radica en que no son las palabras y su significado las que se imponen a quien las utiliza, sino a la inversa: es el hablante el que impone el significado a la palabra: las palabras que empleo, se dice a sí mismo el hablante de nuestras sociedades, significan lo que yo quiero que signifiquen.

El resultado es que nos encontramos cada vez con más lenguas propias, casi individuales, porque cada hablante da un sentido distinto a las palabras que utiliza, pues no se deja imponer su significado ni por la tradición, que normalmente se desconoce, y lo que es peor aún, ni por la comunidad de hablantes. Por poner un ejemplo muy reciente: el presidente del Gobierno ha reiterado antes de la reunión con Torra, que la solución del problema catalán radica en el diálogo sincero, sereno y dentro de la ley. Al mismo tiempo, el presidente de la Generalitat, del Gobierno autonómico catalán, afirmaba que la solución del problema de Cataluña radicaba en el diálogo sincero, valiente y democrático. ¿Están hablando de lo mismo? La impresión que han dejado hasta ahora es que no lo parece. Cada uno de ellos dota a la palabra diálogo del contenido que le apetece, que le parece adecuado, que necesita dentro de su estrategia, perdón, táctica, perdón, inmediatez política interesada.

¿Sabrán que para dialogar se han de cumplir, al menos, dos condiciones: no creerse en posesión de la verdad absoluta, no creer que lo saben todo, reconocer que les falta mucho para conocer todo, y además contar con unas reglas comunes y con un corpus semántico común? Si lo sé todo, no necesito dialogar con nadie. Si conozco todo lo que se puede conocer, no necesito interlocutor alguno. Si estoy en posesión de la verdad -porque hablo en nombre del único referente posible, el pueblo-, no necesito a nadie con quien hablar de nada. Si estoy en posesión de la verdad y de la moral de la historia, solo necesito predicar, con violencia o sin ella, hasta que todos respeten mi verdad y mi moral de la historia.

Si las palabras han perdido el contenido, y si lo han perdido porque cada hablante se cree un pequeño dios con derecho a construir su propio lenguaje, si se ha subjetivizado el lenguaje hasta extremos increíbles es porque el proceso de subjetivización ha alcanzado su punto álgido en la cultura del capitalismo de consumo. Lo que valen son los sentimientos, la conversación consiste en nada distinto a la manifestación del sujeto, de sus sentimientos y de sus emociones que no pueden ser discutidos ni sometidos a análisis racional, ni deben depender de los argumentos racionales que se ofrezcan a su favor o en su contra. El discurso público se ha convertido en un caos muy ruidoso, o en un ruido caótico si se quiere, pero no se entiende nada, o se entiende todo: yo, para mí, mi poder, mi interés, a mi servicio, en mi honra, a mi gloria, un desfile interminable de pequeños dioses que se creen únicos.

Del vacío de las palabras se pasa, en consecuencia, a usar los argumentos de forma arbitraria, ad libitum: un nacionalista vasco puede afirmar que la Constitución no tuvo apoyo suficiente en Euskadi para ser legítima, pero el presidente del PNV puede arrogarse el derecho a decir que Bildu está dentro del sistema democrático, aun no habiendo condenado la historia de terror de ETA, mientras que Vox es antisistema. ¿A quién le importa la incoherencia? El propio presidente del Gobierno de España pide al lehendakari Urkullu que no negocie el nuevo estatus de Euskadi solo con Bildu, sino que lo haga también con el PSE y Podemos. Y en el silencio que sigue se escucha: dejando fuera al PP. Es decir introduce en el sistema a Bildu -que no condena la historia de terror de ETA- y deja fuera al PP. Y mantiene dentro al PNV que junto a Bildu ha aprobado en el Parlamento vasco una resolución que dice que la Constitución española es ilegítima y antidemocrática.

Un comentarista puede exigir, con toda razón, que se cumpla el Estatuto de Gernika, una ley orgánica, pero no cree necesario ni recordar ni exigir al PNV que asuma la Constitución de la que deriva la legitimidad del Estatuto que hay que cumplir. Algún otro comentarista defiende la libertad de expresión en el caso del humorista que se sopla los mocos con la bandera de España porque la democracia no es posible sin debate de ideas: soplarse los mocos con lo que sea elevado a categoría de idea.

El anuncio de un tipo de coche va mostrándolo en carreteras y paisajes diciendo que no tiene referencias, para acabar diciendo: ¡tú eres la referencia! Un mundo en el que la única referencia posible es uno mismo, y nada ni nadie más. La definición perfecta del hombre actual, también del político. ¿Alguien ha hablado del «nosotros», del Bien Común, de la comunidad política, de la inclusión, o ha sido un mero sueño?