Javier Rupérez-EFE
El Museo Arqueológico Nacional alberga actualmente una espléndida exposición temporal. La muestra lleva el título «El Poder del Pasado» y realiza un minucioso y rico recorrido por la historia de la arqueología en España durante el último siglo y medio, desde el momento en que los curiosos coleccionistas se interesaron por los artefactos del ayer hasta que la arqueología como ciencia adquiere profundo lustre y adecuado desarrollo.
Es un recorrido tan cargado de excelentes piezas como inspirado por un sabio esfuerzo didáctico que nos muestra, por ejemplo, los destrozos que los tempranos aficionados causaron al no distinguir las diversas capas de sedimentación humana.
Se aprecia también la inclinación que los arqueólogos del franquismo mostraron por favorecer la rama germano visigótica de nuestra ascendencia por encima de la árabe o de la judía o la iluminación que Atapuerca está arrojando sobre nuestra prehistoria.
Y es al final de la exposición, hasta llegar al tiempo presente, cuando una de las ultimas cartelas nos informa de que en la actualidad, al ser las Comunidades Autónomas españolas las que “establecen normativas y criterios para la práctica arqueológica” tienen, metafóricamente hablando, el paletín de la arqueología española por el mango”.
La tal cartela ominosamente concluye: “Uno de los resultados, probablemente no intencionadamente buscado, con la gestión arqueológica de las CCAA ha sido la creación de marcos de investigación muy cerrados en las propias fronteras administrativas actuales”.
La arqueología, en cierto modo, se fue provincializando porque los límites político administrativos se fueron asumiendo como los propios de la investigación arqueológica.
Así, “la división territorial parecía marcada, más que por las cuerdas que se emplean en los cortes de excavación, por alambre de espino”.
Ésto constituye un contundente análisis que de la arqueología puede trasladarse sin demasiado esfuerzo a la descripción de lo que ocurre en muchos aspectos de la España actual: la exaltación de los particularismos localistas ha tornado la experiencia descentralizadora de la Constitución del 78 en una malvenida vuelta a esquemas de indudables perfiles medievalistas y tribales.
Las reclamaciones separatistas catalanas, que tan profundo daño han producido en la vida española y en la imagen exterior del país, no son otra cosa, si bien se mira, que reinventos antañones de inspiración caduca, vocación casera y soñada superioridad a las que una clase extractiva dominante ha pretendido dar forma de mandato mesiánico.
Cuando Oriol Junqueras hace valer su condición de creyente en sus alegatos ante la judicatura, está reclamando para sí y para sus huestes la clámide protectora de una misión divina.
Cierto es que no ha llegado a explicar cómo esa misión le permite justificar la violación de la Constitución y las leyes, o en qué medida su creencia le sitúa con relación a los que, compartiéndola, sin embargo, no endosan sus aspiraciones políticas.
No ha aclarado tampoco el político catalán cómo es posible que un creyente, presumiblemente cristiano, aliente y permita la actuación ilegal de piquetes cargados de potencial violencia que durante veinticuatro horas impiden la circulación ferroviaria entre Barcelona y Madrid.
Pero para tales tozudos practicantes del particularismo neo almogarave todo da lo mismo: lo que cuenta es la tribu y la reclamación en exclusiva de sus supuestas prerrogativas.
En realidad, y si bien miramos a nuestro alrededor, y sin alcanzar los aspectos dramáticos y terminales a los que nos ha conducido el delirio separatista catalán, las manifestaciones del particularismo tribal proliferan indebidamente a lo largo y a lo ancho de nuestra geografía, arrojando graves sombras de duda sobre la libertad y la igualdad de los españoles y sobre la calidad de España como patria común e indivisible de todos sus ciudadanos, tal como está todo ello recogido en la Constitución.
Inevitablemente la primera y más preocupante mirada se dirige hacia la educación que los jóvenes españoles hoy reciben, trufada en los llamados “territorios históricos” y asimilados de imposiciones lingüísticas y de manipulaciones históricas que tiene a España y su historia como enemigos y a sus peculiaridades localistas como ensalmos.
Pero incluso mas allá de esas fronteras históricas, y siguiendo la misma derivada tribal, es patente la tendencia de “localizar” la historia y la geografía como si cada parroquia fuera un mundo y cada habitante de la misma su único detentador.
¿Saben los niños andaluces de un río que se llama Ebro o los catalanes de otro que se llama Guadalquivir o los castellano-manchegos de aquel otro conocido como Llobregat? ¿Existe para unos y otros una historia común? ¿No ha llegado quizás el momento de que todos los niños españoles al comenzar sus estudios primarios reciban como obsequio un mapa de España y una Constitución española?
¿Se ha molestado alguien en explicar a nuestros educandos que el uso del español, cuyo conocimiento exige y cuya utilización generaliza la Constitución española, nos sitúa en la misma liga de otros 500 millones de seres humanos que comparten con nosotros lengua e historia?
Y si de lengua hablamos, bueno sería que fijáramos nuestra atención en las posibilidades laborales que los españoles de origen diverso tienen en otras partes del territorio.
Es presumible que un médico vasco pueda realizar sus funciones en Madrid. Pero, ¿es factible la situación inversa, la de un médico andaluz, que no conoce el euskera, llegue a trabajar en un hospital de San Sebastián? ¿Y si lo ampliamos a toda la administración pública, donde son cada vez más exigentes las condiciones lingüísticas para acceder a determinadas posiciones en los “territorios” históricos y aledaños?
¿No estaremos acaso consagrando una situación en la que la movilidad de los ciudadanos se convierte en pio deseo sin consecuencias y en la que los diversos reinos de taifas consolidan su particularista tribalidad? ¿Es esa la España que queremos?
No hay que dudar de las ventajas de la descentralización autonómica. Sí, por el contrario, del abuso que de ella se ha venido haciendo, poniendo en solfa no solo los preceptos constitucionales sino las mismas bases de su filosofía y alcance: Una España democrática, liberal, unida y diversa, eficaz y compasiva, abierta a su historia y al mundo. Justo lo contrario del mundo regresivo y anquilosado del particularismo tribal. Todavía estamos a tiempo de aprenderlo.