Mi liberada:
Los jueces no solo examinan si algo sucedió o no. También interpretan con arreglo a las leyes disponibles el castigo que merece una conducta o si una conducta se ajusta a las leyes. La determinación de si un hecho sucedió se basa en razones objetivas, con poco margen para la interpretación. En el resto del trabajo jurídico el margen para la interpretación aumenta. El Tribunal Supremo ha dictado sentencias políticamente importantes en los últimos meses sobre las que no puede proyectarse fácilmente el drástico blanco o negro de los hechos. Entre ellas están las que condenó a La Manada y la que ha autorizado el desalojo de la momia de Franco. Y la ya ultimada sentencia del Proceso.
En los tres casos el principal problema del Supremo no han sido los hechos. Sin alteración del relato fáctico, el Supremo consideró que lo ocurrido en Pamplona no fue un abuso sexual sino una violación en grupo. Anteriormente otros jueces no compartieron esa calificación. Sobre el hecho de que Franco está muerto solo entran dudas cuando habla la izquierda; pero vivo o muerto lo que queda de él está aún enterrado en el Valle de los Caídos. El Supremo ha dicho que el Gobierno tiene derecho a sacarlo de ahí y enterrarlo en otro lugar. Es una gran noticia que la izquierda entierre a Franco. Por lo demás te escribo sin haber leído la sentencia sobre los hechos que protagonizaron los presos nacionalistas. Nadie que rija puede tener dudas sobre la existencia de esos hechos. Los máximos responsables de determinadas instituciones democráticas decidieron quebrar la ley que les daba acción y sentido y trataron de implantar, sin éxito, un nuevo orden con su propia actividad jurídica y la fuerza organizada de la masa que les fue fiel. Desde el principio del encausamiento las discrepancias se centraron en cómo debía castigar el Supremo a las personas que participaron en los hechos. La horquilla iba desde la mera desobediencia aceptada por las defensas –en el juicio hubo defensas y hubo cómplices– hasta la rebelión exigida por la Fiscalía. En el centro exacto de la horquilla, y patrocinada por el Gobierno a través de la Abogacía del Estado, está la sedición. Si el Supremo optara por ello en este último pleito confirmaría con su prestigio irrevocable las tesis gubernamentales sobre estos tres asuntos clave de la conversación pública: la discriminación negativa aplicada a la presunción de inocencia, el revisionismo que encarna la llamada Memoria Histórica y la limitación al desorden público de la actividad planeada, ordenada y protagonizada por el gobierno de la Generalidad de Cataluña.
Hay que despreciar las explicaciones barriobajeras sobre las coincidencias entre Supremo y Gobierno. Es verdad que Pedro Sánchez nombró a una ministra de Justicia capaz de presionar a un colega italiano para que enmiende la ley dictada por la Justicia española y la Justicia italiana, a propósito del caso de la delincuente Juana Rivas. Pero el incidente solo revela un anecdótico carácter histérico y hortera. El Gobierno, en cambio, no tiene necesidad de presionar al Supremo, porque, genéricamente hablando, el Supremo piensa lo mismo que el Gobierno y lo contrario de lo que piensan seres marginales como, por apropiado ejemplo, yo mismo. El mainstream ampara y excluye, cumpliendo con su obligación. De qué modo el socialismo español ha ido construyendo y liderando ese mainstream–y ha permanecido en él, aun practicando el crimen de Estado– es un asunto de vicioso interés. Hoy me limitaré, para tu enseñanza, en rastrear en alguno de sus orígenes a partir de la venturosa coincidencia del inicio –¡al fin!– de mi lectura de los cuatro tomos de la Historia de la Segunda República Española, obra de José Pla, también conocido como Josep Pla. Tendré ocasión de hablarte a fondo de este libro, que ha sido ocultado pudorosamente por mucha gente, empezando por su propio autor, aquel gran cobarde. Hoy me limitaré a decirte que después de El Quadern Gris es su libro más importante, y tienta y sopesa bien el adjetivo. En las primeras páginas Pla se ocupa someramente de la Dictadura de Primo de Rivera. Y sobre la relación entre el socialismo y la Dictadura escribe este párrafo tan meditable: «Los contactos entre dictadura y socialismo llegaron a ser tan notorios que durante todo este periodo constituyeron en el ambiente demo-liberal que combatía a la Dictadura un motivo de escándalo. Es natural, pues, que en las conspiraciones y complots que caracterizaron este periodo, se encuentren pocos nombres socialistas. En estos momentos, estos elementos no sienten ninguna prisa para abatir lo que en confianza llaman ‘el abyecto fascismo’. Pero cuando, entre los años 1928-29, se aumentó de manera visible la masa pequeño-burguesa de oposición a la Dictadura, el Partido destaca a Prieto [Indalecio] en las avanzadas del movimiento estrictamente político, y así, unas veces utilizando al Consejero de Estado [fue nombrado por Primo] y otras al impetuoso revolucionario de Bilbao, el Partido Socialista pasa a ser el lugar geométrico de toda la vida política española». La tentación de extender la conducta del Partido Socialista al abyecto fascismo de la Dictadura de Franco y a sus posteriores éxitos en la Transición es realmente difícil de resistir. Cien años de honradez y cuarenta de vacaciones es uno de los grandes eslóganes socialistas de nuestro tiempo. Pero mi intención ahora es otra y alude a la incrustación del socialismo en la estructura íntima de la política española, al margen de las circunstancias que haya atravesado (dictaduras, democracias) y al margen de las personas (estadistas o aventureros) que lo hayan dirigido. La coincidencia del Supremo en sus tres últimas decisivas sentencias con el punto de vista del socialismo –la única diferencia es que los magistrados del Supremo son levemente más españoles que los socialistas extramuros– es mucho más que una coincidencia. Es la articulada metáfora de aquella convicción que los socialistas exhiben a veces: la de que el Psoe es el partido que más se parece a España. Aunque tal vez sea el momento de corregirla en un sentido más preciso y escribir que España es el país que más se parece al Psoe. Tiene que ser por algo que ese partido haya sobrevivido, y exitosamente, a Zapatero y Sánchez. Una coña de la misma madera.
Mientras ultimo la carta las webs noticiosas anuncian que el Supremo condenará a los presos nacionalistas por sedición. Una sedación. Nada garantiza que en el centro equidistante esté la verdad. Allí habita la verdad au point, a la que también llaman «la razón». Una interpretación. Una opinión. ¡Una creencia! La que quería el Gobierno y la que quería España. No veo la hora de escuchar al simpático Marchena decirle a Pedro Sánchez, a la manera de aquel Torcuato Fernández Miranda: «Estoy en condiciones de ofrecer al Presidente lo que me ha pedido». Y añadir: «Y cuando me lo ha pedido».
Sigue ciega tu camino.
A.