ELISA DE LA NUEZ-El Mundo

 

No será posible la regeneración de la vida pública, explica la autora, hasta que no se reformen en profundidad las formaciones políticas, piedras de toque de nuestra democracia representativa de corte liberal.

HACE AHORA CINCO años reflexionando sobre el origen de la debilidad de nuestras instituciones un grupo de amigos (Luis Garicano, Carles Casajuana, César Molinas y yo misma) llegamos a la conclusión de que el principal problema eran los partidos políticos y que cualquier reforma en profundidad sería inviable sin cambiar la forma en que funcionaban. Como dice César Molinas con su habitual claridad los partidos políticos funcionan rematadamente mal y esto es muy grave porque son la piedra de toque de nuestras democracias representativas de corte liberal. De esa convicción surgió el llamado Manifiesto de los 100–por el número de personas relevantes de todos los ámbitos que lo suscribieron– que proponía una profunda reforma del funcionamiento interno de los partidos para garantizar más transparencia, más democracia interna, más contrapesos efectivos, más participación de afiliados y simpatizantes y mayor rendición de cuentas a la ciudadanía. Recordemos que entonces todavía no habían aparecido ni Podemos ni Ciudadanos como partidos de ámbito nacional. Nos dirigíamos, por tanto, a los viejos partidos. La reacción, más allá de las buenas palabras que también recibimos, fue sobre todo de asombro. ¿Cómo se podía ser tan inocente para pretender implantar este tipo de buenas prácticas nada menos que en un partido político? Los partidos (como nos explicó amablemente un representante electo) sencillamente no pueden gestionarse así. Aspiraciones como la de fomentar la democracia interna con congresos periódicos y a fecha fija y con posibilidad de destituir a los líderes si lo merecen eran consideradas como un torpedo en la línea de flotación de un partido digno de tal nombre. La ruina del que emprendiera tan peligroso camino estaba asegurada.

Pues bien, recientemente el Congreso de los Diputados ha aprobado un informe que se ha publicado en el Boletín Oficial de las Cortes Generales y ha sido elaborado por la Subcomisión relativa al régimen y la financiación de los partidos políticos (constituida en el seno de la Comisión para la auditoría de la calidad democrática, la lucha contra la corrupción y las reformas institucionales y legales) que viene a recoger muy mejoradas y mucho más desarrolladas la mayoría de las propuestas sobre democracia interna y rendición de cuentas del Manifiesto de los 100. Es el resultado de un intenso trabajo en sede parlamentaria con la colaboración de muchos expertos de todo tipo que han hecho valiosas aportaciones. Aunque lamentablemente el informe no ha merecido la atención que debería por parte de los medios –más allá de algunos extremos anecdóticos como la financiación pública de las primarias– se trata de un trabajo serio y riguroso que debería suponer un punto de inflexión en nuestra democracia. Por encima de todo tiene el mérito no pequeño de que son los propios representantes de los partidos políticos los que reconocen las carencias existentes en nuestro modelo y concluyen que su reforma es necesaria para incrementar la calidad de nuestra democracia y de nuestras instituciones.

Efectivamente, como se ha repetido hasta la saciedad los partidos han ocupado –y lo siguen haciendo– todas y cada una de las instituciones, incluidas las que debían servirles de contrapeso. Pero su influencia se extiende también a empresas, medios de comunicación y universidades, como acabamos de comprobar con el caso de la ex presidenta de la Comunidad de Madrid. Se mire por donde se mire la sombra del partido es alargada. Por eso en España «portarse bien» con el partido (por usar una famosa expresión de un político todavía en activo) es, todavía hoy, tan importante. Por eso también en los ámbitos muy politizados el talento y la independencia de criterio (que suelen ir unidos, no nos engañemos) son tan poco valorados frente a otro tipo de cualidades como la obediencia o el servilismo. Y es que son bastante más importantes para el futuro de sus poseedores que el mérito y capacidad. Cuál sea el partido es lo de menos, se entiende que lo principal es demostrar que se pertenece a un grupo político bien identificado y que se respetan sus reglas.

Pero quizás se ha puesto menos el foco sobre las consecuencias que tiene para un partido político la falta de mecanismos de competencia interna, de contrapesos, de rendición de cuentas y de apertura a la sociedad. Pues bien, basta con fijarse en el espectáculo que el PP nos lleva ofreciendo varios meses –prácticamente desde el comienzo de la nueva legislatura– para entender que lo que algunos califican de proceso de degeneración acelerada tiene su explicación en el funcionamiento interno del partido a lo largo de muchos años. Cegados los mecanismos de competencia interna entre líderes o aspirantes a serlo, cerrados los resortes para exigir rendición de cuentas en caso de pérdida de mayorías o de elecciones, inexistentes los debates ideológicos, estratégicos o de cualquier tipo a puerta abierta o cerrada y atrancadas las puertas y ventanas de forma que no lleguen las inquietudes de afiliados y simpatizantes el partido se convierte en una estructura rígida y momificada, incapaz de comprender –y no digamos ya de atender– las demandas de una sociedad que está cambiando muy rápidamente. Privado de recursos para entender lo que pasa en la calle y lo que la ciudadanía quiere el partido y sus dirigentes son como una veleta que gira con el viento que sopla más fuerte.

En ese contexto pueden enmarcarse las asombrosas declaraciones del ministro de Justicia en el caso de la sentencia de La Manada o las del ministro de Hacienda en relación con la financiación con dinero público del proceso separatista. No hay criterio político ni de ningún otro tipo porque sencillamente se han eliminado los mecanismos capaces de generarlo. Lo único que queda es la pura y simple voluntad de mantenerse en el poder aunque no se sepa muy bien para qué. Por eso lo que se percibe es que un partido en esa situación camina hacia su ruina que era precisamente lo que se pretendían evitar con la oposición a la implantación obligatoria de mecanismos de democracia interna.

Así las cosas, el proceso de sustitución de un partido anquilosado y rígido por otro nuevo y flexible parece mucho más comprensible. Ahora bien, conviene insistir en que los nuevos partidos tienen, hoy por hoy, un marco regulatorio y unos incentivos muy similares a los que han tenido los partidos tradicionales a lo largo de nuestra democracia. Pueden haber escarmentado en cabeza ajena pero esto no es lo habitual. Los últimos episodios vividos en Podemos en relación con la elección de su cabeza de lista para las elecciones autonómicas en la Comunidad de Madrid apuntan más bien en la dirección contraria. Y es que la democracia y los contrapesos internos –así como la sana competencia y la sana crítica– no son cómodos para los líderes de hoy pero pueden ser una garantía para el futuro del partido o, para ser más exactos, para que el partido tenga futuro.

POR SUPUESTO QUE este problema no es solo español. El hundimiento del sistema de partidos tradicional en Francia –tan cercana a nosotros en tantos aspectos– no es casualidad. El que el éxito de Macron se haya basado no tanto en un partido al uso como en un movimiento –con todos los matices– como En Marche, tampoco. Los partidos políticos tal y como los hemos conocido viven horas bajas y los líderes políticos, sobre todo los de los nuevos partidos, harían bien en tomar nota e introducir innovaciones significativas en la forma de gestionarlos incluso aunque no se modifique el actual marco legal. Lo esencial es que si se quiere que un partido conserve su utilidad como instrumento de participación y representación ciudadana hay que convertirlo en algo mucho más flexible y menos rígido: hay que abrirlo a la sociedad, lo que quiere decir que tiene que parecerse más a un movimiento ciudadano y menos a una secta. En un partido político de nuevo cuño no tiene sentido eternizarse en política diseñando carreras políticas a 30 o 40 años vista desde las Juventudes hasta la jubilación sin pasar nunca por el sector privado, por mucho que se hinche el currículum. Tiene sentido intentar atraer a personalidades de todo tipo que puedan representar a capas muy amplias de la sociedad y más sentido aún contar con asesoramiento experto –cuanto más plural mejor– en las cuestiones complejas que son casi todas aunque no guste lo que se oiga porque siempre será mejor que oír solo lo que guste. Debe de existir competencia legítima entre líderes, transparencia y sobre todo rendición de cuentas política, que es la que se salda con dimisiones y retiradas a tiempo con dignidad y con luz y taquígrafos evitando el recurso a conductas indecentes que tanto daño hacen a las personas y tanto degradan la vida pública.

En definitiva, necesitamos líderes políticos con responsabilidad y con criterio y es eso lo que estamos echando tanto en falta. Porque en esto consiste el auténtico liderazgo, no en repartir prebendas y favores. Necesitamos todo lo contrario de lo que exhiben hoy algunos de nuestros políticos más importantes instalados en un perpetuo infantilismo que resultaría cómico si no fuera tan peligroso. Ya decía Tocqueville que es imposible construir y defender una democracia sin ocuparse por elevar la calidad humana e intelectual de los individuos que la integran. Y para eso es imprescindible que nuestros partidos políticos funcionen muchísimo mejor.

Elisa de la Nuez es coeditora de ¿Hay derecho? y miembro del consejo editorial de EL MUNDO