Manuel Montero-El Correo

  • Quienes admitieron el posterrorismo como si sus representantes fueran buenos chicos se ven ya políticamente amenazados

Entre los mayores esperpentos de la historia del nazismo estuvo el convencimiento de algunos líderes de que podrían pactar con los aliados, que les permitirían alguna supervivencia política. Al parecer, en 1945 los nazis no comprendían que las barbaridades que habían perpetrado los invalidarían para siempre entre las sociedades civilizadas.

Lo que sucedió en el País Vasco durante los interminables años del terrorismo no puede equipararse por las dimensiones e intensidad con los crímenes contra la Humanidad de los regímenes nazis y fascistas, pero aquí también se produjo la actuación de una organización totalitaria, que se especializó en el asesinato (varios cientos de personas), quiso aniquilar al diferente y luchó contra la democracia, para abatirla. Estuvieron los criminales, que se consideraban políticos, y también quienes los animaron, por compartir ideología.

No es lo mismo que la agresión nazi, pero no es tan diferente, a las modestas escalas de una pequeña sociedad como la vasca. Hubo de todo: grupos que apoyaban a los terroristas, crímenes, extorsiones, gente forzada a marchar (ante la indiferencia general y la satisfacción de algunos), segregación de diferentes… Una variada gama de conductas totalitarias se incorporó a la vida cotidiana.

Tales comportamientos tuvieron tal grado de inhumanidad como para que sus dirigentes no fuesen admitidos por la democracia, y para que les exigiese una condena de tales atrocidades. También para que se hubiese impulsado algún proceso similar a la desnazificación, por la vía educativa y la restricción de sus barbaridades retóricas, con frecuencia delitos de odio, en los medios de comunicación. Al menos, que quedase claro que la democracia no admite la apología de la violencia ni caben políticamente quienes aplaudieron el terror y quisieron liquidar la democracia.

Pese al clima de inocencia sempiterna que se ha instalado en el País Vasco del posterrorismo. aquí hemos vivido hasta hace poco una amenaza totalitaria.

Sin embargo, vivimos en el mundo al revés.

Quienes atentaron contra ciudadanos a los que tildaron de enemigos son admitidos en el juego democrático. Sus apoyos mantienen su idealización de la violencia y homenajean a los que la perpetraron. Ahora se pretenden lo más de la izquierda y bloquean presupuestos para defender, dicen, a «la mayoría popular y a las mayorías trabajadoras de este país». El ‘aggiornamento’ de esta gente los lleva a adoptar un lenguaje ‘demodé’: habrán leído lo de las «mayorías trabajadoras» en algún manual revolucionario descatalogado, o es puro esoterismo.

No cabe imaginar que grupos democráticos los admitan como si no hubiesen roto nunca un plato y que piensen que, haciéndolo, no se pervierten sus ideas y su calidad política. Minusvaloran la fuerza corruptora del pasado fanático y de las atrocidades ideológicas. No es solo complicidad a posteriori: es relativizar la democracia. Un mal augurio para el futuro.

Por supuesto, no cabe pedir peras al olmo: los antaño seguidores del terrorismo tienen el mismo caudillo que los dirigía cuando aterrorizaban, sin haber criticado nunca seriamente tales barbaridades, más bien exaltándolas. No hay ningún otro dirigente que tenga tal longevidad. Desde que llegó, han pasado ya cuatro o cinco lehendakaris y Él sigue, como el conejito del anuncio aporreando el tambor mientras el resto se paraliza. Todo fluye, todo se transforma, solo Matusalén permanece.

Sin embargo, hay algún cambio. Damos por supuesta nuestra inamovilidad, nuestro aferramiento feroz a las costumbres. Si bien es cierto que el vasco da en rocoso y le cuestan las transformaciones sustanciales -repudiar al asesinato, por ejemplo- y se mantiene extremadamente fiel a sus odios, que dan sentido a su vida, también se advierte que, de forma casi imperceptible, se modifican algunos mecanismos.

Por ejemplo, se va desvaneciendo el tradicional paternalismo con que el PNV se refería a la izquierda abertzale, a los que venía a considerar hijos descarriados. Incluso en tiempos del terrorismo no tenía dudas al respecto. En los tiempos duros lo aseguraba: son como son, «pero son vascos», lo que les obligaba a la proximidad anímica; no como con los ‘no vascos’, que vivían aquí pero sin pedigrí. Los tenían por muchachos de la familia, desmandados y desobedientes, pero que ya volverían al corral, cerrilismo obliga.

Los idilios se han acabado, cría cuervos…. La izquierda abertzale pretende la primogenitura (del pueblo vasco) y recurre al juego de las mayorías trabajadoras y tiro porque me toca. En el pecado va la penitencia: quienes admitieron el posterrorismo como si fuesen buenos chicos, se ven ya políticamente amenazados. Lo tendrán merecido, pero en el juego perderemos todos, pues da miedo una democracia bajo la herencia de un totalitarismo.