FERNANDO SABATER, EL CORREO 27/04/14
· Hay que desarraigarse de esos mentores dudosos y manipulables porque lo importante no es lo que fuimos sino lo que somos y queremos llegar a ser.
La Europa unida que algunos quisiéramos tiene que enfrentarse a serios problemas actuales y a difíciles retos venideros, sin duda, pero también a tenaces demonios del pasado que de vez en cuando se escapan del justificado infierno a que fueron relegados y campan de nuevo para agravar la perspectiva. Es de temer que las elecciones del próximo mayo no solo fallen en lograr cerrar las brechas existentes sino que propicien que se abran otras nuevas. El británico Nigel Farage, por ejemplo, profetiza que el Europarlamento que saldrá de las urnas estará compuesto mayormente por euroescépticos, lo cual es algo así como decir que el próximo Concilio Vaticano tendrá mayoría de ateos. No sé si esta última hipótesis mejoraría la Iglesia católica, pero desde luego estoy seguro de que la primera no va a beneficiar en nada a la Unión Europea.
El señor Farage es líder del Partido de la Independencia del Reino Unido, cuyos postulados –uno de los cuales bien podría resumirse con un «Europa nos roba»– se parecen notablemente al de otros independentismos que tenemos más cerca. A fin de cuentas, los que quieren separarse de la Unión Europea, como madame Le Pen, Geert Wilders y demás saboteadores del proyecto común, comparten la animadversión a someterse a leyes no sustentadas por identidades nacionalistas sino por principios e intereses que igualan en derechos a los que difieren en origen, creencias y tradiciones. Los Estados fueron el primer paso para aunar a distintas familias, tribus y feudos, es decir para convertir a nativos y oriundos en ciudadanos.
La historia de Europa es precisamente la crónica de este empeño por ensanchar más y más la pertenencia a fin de ampliar más allá de cualquier restricción identitaria prepolítica la participación en la gestión de lo público, una tendencia iniciada en Grecia cuando tiranos como Pisístrato allanaron el camino hacia la democracia al desmochar trágicamente las fidelidades de vínculo sanguíneo (en ‘Antígona’ de Sófocles y en el final de la ‘Orestíada’ de Esquilo hay ecos de este combate). Las uniones internacionales han prolongado a su manera y con numerosas contradicciones este primer impulso unificador, en el que el proyecto futuro se impone a las demandas de las raíces y los compromisos sanguíneos o étnicos del pasado.
Los separatistas que pretenden fragmentar en nombre de sus identidades prepolíticas los Estados democráticos existentes van por tanto también en contra del proceso unificador europeo, aunque hagan declaraciones de entusiasmo europeísta para disolver mejor la parte de Europa a la que actualmente pertenecen. No es el despedazamiento de las piezas complejas que ya existen el camino para construir de modo más eficaz la complejidad supranacional a que aspiran quienes, sin renunciar a particularidades culturales evidentes y enriquecedoras pero evitando exclusiones particularistas, buscan la comunidad europea como paso intermedio quizá a federaciones aún más amplias. ¿A qué otra cosa responde, si no, la reclamación nada menos que de una Justicia de alcance universal? Como tantas veces he repetido, el derecho a la diferencia no supone una diferencia de derechos, sino una ley que establece la homogeneidad necesaria dentro de la cual cada ciudadano podrá diseñar en libertad su perfil personal y cultural.
Para ello hay que desarraigarse de la pleitesía a los antepasados, mentores siempre especialmente dudosos y manipulables. A este respecto es digno de mención uno de los pasajes de la alocución de Urkullu el pasado Aberri Eguna. Tratando de refutar la tantas veces reiterada posición de la Unión Europea de excluir de sus miembros a cualquier región que se independizase de su Estado actual, el lehendakari mencionó algo que ya antes hemos oído bastantes veces pero que bien mirado no deja de ser misterioso: «Nosotros ya estábamos aquí antes de los Estados, etc…», de modo que cómo nos van a echar de Europa. ¿Nosotros? Y… ¿quiénes somos ‘nosotros’? Supongo que no se referirá al PNV, que se enorgullece de una trayectoria centenaria pero no de milenios. ¿Serán ese ‘nosotros’ los vascos?
Ello nos obligaría a tener que aceptar que cuando aún no había ninguna entidad política en Europa ya había vascos y que por tanto ser vasco no es una condición política sino ‘natural’, como ser piedra, ser árbol o ser río… Lo cual, francamente, no es un elogio por parte de un dirigente político del siglo XXI. Lo de que los vascos «no datamos», como dicen que dijo el abate Iharce de Bidassouet, está bien para los chascarrillos, pero no sirve como proyecto de futuro. ¿Se refiere a que sus antepasados ya andaban por estas tierras? Pues bueno, sin duda, lo mismo que los de todos los demás, aquí o allá. Todo el mundo tiene antepasados, lo importante no es lo que fuimos sino lo que somos y lo que queremos llegar a ser. Alejandro Dumas, a uno que pretendía ofenderle recordándole que tenía sangre negra, le respondió: «Pues sí, mi padre fue mulato, mi abuela negra y mi bisabuelo un mono. Ya ve usted que mi linaje empieza dónde el suyo termina».
FERNANDO SABATER, EL CORREO 27/04/14