Ignacio Varela-El Confidencial
- Si en los últimos siete días se han contagiado más de 100.000, es cuestión de un par de semanas que impacte sin remedio en los ingresos hospitalarios, en la ocupación de UCI y en las muertes
“Estamos desbordados por una segunda oleada que será sin duda más dura y más mortífera que la primera. Hagamos lo que hagamos, casi 9.000 pacientes estarán en reanimación de aquí a mediados de noviembre. Eso superaría nuestras capacidades. Si hoy no frenamos de forma brutal los contagios, los hospitales estarán saturados muy pronto”.
No es Pedro Sánchez quien habla, él sería incapaz de tal ejercicio de sinceridad. Es Emmanuel Macron comunicando a los franceses que pasarán confinados al menos un mes —y probablemente lo que queda de año y buena parte del invierno—. En el mismo discurso, el presidente francés admitió sin disimulo que, tras el fracaso de todas las acciones preventivas y paliativas del verano, hay que volver a recurrir a lo único que se ha probado eficaz: la solución medieval. No es consuelo para los franceses, pero en la calamidad siempre es preferible saber que hay alguien al mando que te mira de frente, te trata como adulto y te cuenta la verdad.
Escuchen a Macron si quieren hacerse una idea de lo que nos espera también aquí. Ningún dirigente político español —desde luego, no el presidente del Gobierno— lo explicará con la misma claridad. El núcleo del mensaje es “frenar brutalmente los contagios”. Lo que significa encerrarnos en casa hasta nueva orden. Aquí se está haciendo por aproximaciones sucesivas, pateando la Constitución y en medio de una competición vomitiva entre gobiernos por endilgar al prójimo la carga de las malas noticias, pero el punto de llegada será el mismo.
Ya se conoce la pauta del virus. Si en los últimos siete días se han contagiado en España más de 100.000 personas, es cuestión de un par de semanas que ello impacte sin remedio en los ingresos hospitalarios, en la ocupación de las UCI y en las muertes. La primera cifra arrastra todas las demás. Lo saben los sanitarios, y también lo saben de sobra los políticos, aunque los primeros no paran de anunciarlo y los segundos, de camuflarlo. Hasta Fernando Simón lo sabe, que ya es decir.
Para pasar del toque de queda a la reclusión domiciliaria permanente, no se necesitará ninguna norma extraordinaria, y mucho menos el refrendo del Parlamento. Ya se ha incluido en el decreto del estado de alarma esta disposición final: “El Gobierno podrá dictar sucesivos decretos que modifiquen lo establecido en este, de los cuales habrá de dar cuenta al Congreso de los Diputados”. Bastará, pues, con facturar un simple decreto gubernativo y enviar un oficio al Congreso para que se dé por enterado. Tamaña enormidad solo es posible tras habernos adiestrado durante meses a aceptar sin escándalo órdenes ministeriales que alteran preceptos constitucionales.
Lo que sucedió este jueves en la antigua sede de la soberanía nacional es que se metió el país en un periodo prolongado de excepcionalidad constitucional que transcurrirá sin control parlamentario efectivo, acompañado de una transferencia generalizada de poderes a los gobiernos autonómicos para que administren a su manera los derechos fundamentales de los habitantes de sus territorios. 17 regímenes distintos de derechos y libertades y 17 soluciones para un mismo problema. Sí, una puñetera locura.
Desde la lógica tradicional de la democracia representativa, fue el acto parlamentario de mayor trascendencia constitucional desde 1978. Desde la óptica del neopopulismo gobernante, no pasó de ser un trámite enojoso que no debe repetirse. En la realidad política, fue un paso más en la deconstrucción del Estado (Zarzalejos) y en la eutanasia consentida del Parlamento (Rubén Amón). Que ello haya ocurrido con el voto favorable de partidos que llevan años proclamándose adalides del constitucionalismo solo muestra el grado de catalanización de la política española y la extraordinaria capacidad de chantaje de Pedro Sánchez, que cada día tiene más fascinados a los adictos a los antihéroes de las series.
El día en que el poder legislativo firmó su rendición y renunció a sus facultades constitucionales, el césar ‘imperator’ quiso subrayar su victoria con un gesto de sumo desprecio. Se dejó ver 10 minutos para asegurarse de que todo estaba en orden para el ‘parlamenticidio’ y a continuación abandonó ostentosamente el local, dejando que se encargara de la faena el secretario de Organización del PSC, en funciones transitorias de ministro de Sanidad.
Según parece, el acto de privar a la población de varios derechos fundamentales durante medio año mientras el país se va a la mierda no exige unas palabras del presidente en la tribuna; ni siquiera merece su presencia. Me pregunto qué clase de incendio político organizarían Iglesias y Sánchez, podemitas y socialistas, si un Gobierno de la derecha intentara algo parecido estando ellos en la oposición.
Si en la primera alarma Sánchez concentró todo el poder en Su Persona, en la segunda convierte la gestión de la pandemia en un asunto de políticas regionales. Lo delató la portavoz del Gobierno, en su perpetuo conflicto con la sintaxis: el presidente no comparece, dijo, porque la pandemia ya no es asunto suyo, sino de los presidentes autonómicos; y el Congreso no tendrá nada que votar en estos seis meses porque cada uno de ellos tendrá que currárselo en su Parlamento territorial. Los nacionalistas están encantados con el invento: cargar con la pandemia es un fastidio pero, a cambio, se les entrega una porción no menor de soberanía y el Estado consiente en desguazarse en su momento más crítico.
Era imprescindible reponer el estado de alarma tras el fracaso de la desescalada y el descarrilamiento de la nueva normalidad. Regresar al confinamiento de la población es inevitable desde que se perdió la capacidad de controlar la expansión del virus por los medios convencionales. Pero todo ello podría y debería hacerse sin pisotear el principio de legalidad, sin implantar la satrapía y el cantonalismo como prácticas de gobierno y sin humillar al Parlamento.
Hoy, el pretexto es salvar vidas, mañana será cualquier otra cosa: me temo que esto no ha hecho más que empezar. Reflexionemos sobre lo que ello significa para la democracia mientras disfrutamos del encierro navideño.