RED FLORIDABLANCA
JAVIER RUPÉREZ
Una importante bibliografía, que afortunadamente no ha cesado de crecer en cantidad y en calidad en los últimos años, ofrece ya un estremecedor testimonio de lo que la banda terrorista ETA, nacida del nacionalismo euskaldun, ha supuesto en la vida y en las haciendas de todos los españoles, con particular impacto en los ciudadanos domiciliados en el País Vasco. La criminal sinrazón de la sangrienta aventura está relatada con detalle quirúrgico en el número de sus víctimas, en el desamparo de sus familiares, en la osadía de sus asesinos, en la impudicia de sus justificaciones, en la tenaz negativa al arrepentimiento, en el hosco rechazo a reconocer el daño causado. Y aunque la firmeza de la democracia española, objetivo último de los pistoleros etarras, y sus servicios de seguridad hayan conseguido acabar con las manifestaciones más dolorosas de la actividad delictiva, las garantías de nuestro sistema legal permiten que, cumplidos sus plazos penales, los asesinos de otrora hayan recuperado la libertad que con sus balas negaron a centenares de víctimas. O que los verdugos de antaño, de los que es símbolo y portaestandarte Arnaldo Otegui, se hayan convertido en voceros de una tramposa paz. O que el odio obsceno que ETA repartió en su entorno tenga todavía manifestaciones en localidades y gentes por las que no parece haber pasado el tiempo de la ira. O que continuemos sin saber quién o quiénes, seguramente refugiados en mullidas moquetas donde solo se usa corbata negra y terno obscuro, inspiraban a los pistoleros, seleccionaban sus blancos y envenenaban con rabia xenófoba y fascista sus acciones. O que al día de hoy los nacionalistas que gobiernan la autonomía vasca sigan empeñados en la sucia tarea de equiparar asesinos y víctimas, en la imposible y mendaz obsesión de construir un “relato” equidistante, en el apenas velado empeño de dar cobertura a sus cachorros, los patriotas que mataban en nombre de la patria vasca. Porque al fin y a la postre eran, como Somoza y sus seguidores para Roosevelt: “unos hijos de puta, pero nuestros propios hijos de puta”.
Todo ello está ya razonablemente contado y suficientemente sabido, aunque nos falten todavía por averiguar los nombres de los responsables de esos trescientos asesinatos que en las causas judiciales no tienen nombre. Y con todo, “Patria”, la excelente novela de Fernando Aramburu, nos viene a descubrir un aspecto que ahora se nos aparece como indispensable para comprender y en la medida de lo posible prevenir lo que el terrorismo y los terroristas significaron en la tierra vasca: la criminalidad vivida a ras de tierra, en las vivencias cotidianas de los que la practican y de los que la sufren, en el pulso de la calle, de la casa, de la taberna, de la lluvia. En el hábito de los que callan, de los que dejan de hablarse, de los que temen, de los que se van. No es este un sesudo estudio sociológico ni una pieza historiográfica sino una narración de gentes concretas que se mueven en un ámbito del que poco comprenden, mucho sufren y nada dicen. Porque es esta la gran novela de una sociedad enferma, envenenada por los dogmas ideológicos de la superioridad racial y por los religiosos de una iglesia culpable y cómplice, dominada hasta el fondo de sus almas individuales y colectivas por un miedo cerval, incapaz de análisis, reacción o resistencia. Desprovista de cualquier resto de grandeza. Un espejo terrible, que devuelve los rasgos deformados de una comunidad que hizo del silencio la norma, de la delación un salvoconducto, de la insolidaridad un sistema.
No es la primera vez que la ficción literaria nos ayuda a comprender, más allá de las correspondientes historias, la verdad de un tiempo y la realidad de sus gentes. Eso es lo que hizo la grandeza del “Quijote” cervantino, o el poder de “Guerra y paz” de Tolstoi, o la ambición de “La Cartuja de Parma” de Stendhal, o la precisión de “La Ciudad y los Perros” de Vargas Llosa, o el detalle de la “Fortunata y Jacinta” galdosiana. Y en la proximidad de la Guerra Civil española, el desgarro de “Celia en la Revolución”, la redescubierta novela de Elena Fortún. “Patria” pertenece a esa categoría, el nicho en el que se encuentran personajes a los que el destino coloca en el gozne de la tragedia y cuyos movimientos sonambulescos ilustran mejor que un tratado de sociología el tapiz deshilachado del entorno que les ha tocado vivir y sobre el cual han renunciado a practicar otra cosa que no sea la supervivencia. Cuando les dejan, porque en las esquinas siempre queda un pistolero de cara cubierta y pistola en ristre dispuesto a matarte en nombre de Euskadi. Que pueda ser el hijo de tu íntimo amigo, o el novio de tu hija o el sobrino de tu mujer quedan como fruslerías surrealistas de un paisaje tan brutal como incomprensible. Fernando Aramburu lo ha compuesto con paciencia de cirujano, amor de entomólogo, curiosidad de científico y horror de ciudadano.
Es esta una novela admirablemente elaborada, fruto de años de reflexión y estudio, resultado de vivencia propias y ajenas que se inscriben en un mosaico tan breve de personajes como multiforme de pensamientos, vivencias y emociones. Es una gran pieza literaria y a la vez, como muchas de las que en esa categoría se inscriben, un imprescindible testimonio sobre un país y una época. El País es el Vasco y la época aquella en que sus habitantes atenazados por el miedo, envenenados por la propaganda y celularmente incapacitados para la humanidad y la compasión, miraban para otro lado cuando los crímenes se cometían, mataban civilmente a los familiares de las víctimas con rencor y desprecio, suponían que alguna razón habrían tenido los asesinos para acabar con sus víctimas, cuando se terciaba encontraban un purpurado católico siempre dispuesto a eludir el mandato bíblico del “No Matarás” si por medio estaba la Patria Vasca o tenían como representantes políticos muestras sublimes de mitad monjes y mitad soldados dados a la delicada metáfora de la hermandad entre “los que agitan el árbol y los que recogen las nueces”. Y es que, en efecto, eran los mismos.
Es este un libro que debieran leer todos los españoles, dentro y fuera del País Vasco, y cuyo destino más noble sería el de convertirse en lectura obligada en todas las ikastolas del territorio y en libro de cabecera para todos aquellos que, como el lehendakari Urkullu y conmilitones nacionalistas, mantienen que todo lo que les preocupa a su autonomía es la “cuestión vasca”. No hay mejor manera de comprender de qué trata esa cuestión que leyendo atenta y estremecidamente a Fernando Aramburu. Y de paso dedicar su lectura a Consuelo Ordoñez, a Ana Iríbar, a Cristina Cuesta, a Maite Pagaza, a Mari Mar Blanco y a todas las víctimas que lo fueron y que lo son del terrorismo vasco y nacional identitario de ETA. Son ellas y solo ellas las que pueden redimir la sintomatología grave que afecta a una sociedad enferma. La que con profundo horror hemos contemplado en “Patria”.