Miquel Giménez-Vozpópuli
- El fallecimiento de Luis Roldán debería abrir un debate necesario: el del patriotismo
No deberíamos caer por puro agotamiento ideológico en la frase de Oscar Wilde, aquella que afirma que el patriotismo es el último refugio de los canallas. Es cierto que, viendo el proceder de muchos que a lo largo de la historia se las han dado de patriotas, la tentación es fuerte. Al hablar de patria, la misma vaguedad del concepto y lo mucho que abarca permite acomodarlo a demasiadas visiones e intereses, incluso los más mezquinos y personales. Podríamos aplicar la misma soupçon a otros sustantivos que evocan grandezas poderosísimas como la libertad, la democracia, la justicia o la igualdad. Las palabras en manos de los seres humanos adquieren una elasticidad portentosa, y somos capaces de retorcer la filástica de las ideas hasta extremos perversos.
Siendo puristas, la palabra patriota proviene como tantas otras cosas en nuestro idioma del latín, significando “el que ama a su patria”. Sin mayores aditivos y, por descontado, sin ninguna indicación acerca de que amar el lugar en el que has nacido o perteneces por vínculos afectivos presuponga odiar al resto de naciones. Es obvio que durante estos años de democracia el patriotismo se ha pretendido adjetivar como algo obsceno, franquista, sucio. La banalidad de “ciudadano del mundo”, cursilería que han querido hacer heredera de cosmopolita aunque no tengan nada que ver, ha hecho que hasta hace relativamente muy poco nadie reclamase para sí mismo el timbre de patriota o afirmase que el patriotismo es una manera decente y limpia, acaso la que más, de servir a tu país. Personajes como el ex director de la Guardia Civil recientemente fallecido, el ex agente de los servicios de inteligencia Paesa o incluso el comisario Amedo no han colaborado precisamente en dignificar la palabra. Aquí es forzoso decir que tanto ellos, como pueda ser el actual y tristemente conocido ex comisario Villarejo, jamás pasaron de la condición de mercenarios, de agentes a sueldo que hoy pueden trabajar para España como al día siguiente puede emplearlos otra potencia, como así ha sido aunque este sería otro debate. Tampoco lo serían bajo su óptica esos autoproclamados patriotas locales como Puigdemont, Torra, Otegui o Borrás. Incluyo a estos y a sus adláteres también en el mismo epígrafe, el de mercenarios, puesto que el patriotismo siempre es desinteresado y jamás puede esperar obtener beneficio personal alguno ni privilegio, y ya no digamos el siempre ruín objetivo pecuniario. Mezclar dinero y patriotismo es, además de un oxímoron, indecente y amoral.
Es importante delimitar esa línea, la que separa nítidamente el patriotismo de los mercenarios de la patria, así como reivindicar el patriotismo sano, bueno, constructivo, arrojando a la sombra los falsos patriotas, como el becerro de oro que pretenden hacernos pasar por el ídolo que es obligatorio adorar. Porque el patriota sincero hace lo que debe por amor, por deseo de mejorar su patria, para que la vida de sus compatriotas sea mejor, más bella, más justa. ¿Qué tendrá que ver ese sublime ideal con banderías, con religiones, lugar de nacimiento, sexo o clase social? Porque el patriotismo es bondad y luz, deber y entrega, servicio y renuncia en aras de un interés superior. Y nadie puede reclamar esa parte espléndida del ser humano para un solo partido. Sería tanto como decir que Dios pertenece solamente a estos o aquellos, siendo justamente lo contrario, pues todos pertenecemos a Dios. Pues bien, lo mismo sucede exactamente con la patria.
Quédense, pues, los mercenarios para quienes solo ven la vida como un lugar en el que aprovecharse de los otros.