El PNV ha jugado este verano a declarar que ellos, por supuesto, están contra ETA, pero prefieren un modo menos áspero para poner fin a la hegemonía de la visibilidad del terrorismo político en el País Vasco rural. La historia de los fascismos prueba que en ese terreno la tolerancia es suicida. Y el gobierno del PNV la practicaba a fondo, por encima de las palabras.
En su libro de ese título, ‘El discreto’, Baltasar Gracián enumeraba una serie de rasgos que no vienen mal a la hora de dibujar el perfil político del actual presidente vasco. «Sin jamás apresurarse ni apasionarse», López, como le llaman siempre los abertzales, ha sabido en estos meses difíciles mantener la primacía de la serenidad superando sucesivas tormentas políticas suscitadas por sus adversarios y dejando que contra esa barrera de serenidad se rompiesen las olas, «sin traspasar un punto los límites de la razón». Tal vez luego pueda equivocarse gravemente, pero hasta ahora ha mostrado, primero haber sabido ser desde su designación al frente del PSE-EE «un hombre de espera» y en lo que va de gestor del gobierno «un hombre de buena elección».
La clave de esta coherencia política reside en una posición de base que de nuevo ha reiterado en el VI Congreso: para superar los enfrentamientos «tribales» que hasta ahora caracterizaron a la vida política vasca bajo los sucesivos gobiernos del PNV, especialmente en la última década, la palabra clave es integración. Los críticos del PNV y asociados vienen machacando con la historia de que el Gobierno socialista no ha hecho nada. Ellos saben que mienten, porque es algo más que nada superar las ambigüedades de la era Ibarretxe-Balza ante ETA o inaugurar un estilo de gobierno en el cual, por supuesto a la hora de aunar esfuerzos frente a la crisis, pero también en la aplicación de las medidas políticas frente al terrorismo, se busca una y otra vez el acuerdo, el convencimiento y la aplicación conjunta, al convocar siempre al nacionalismo democrático (caso de los ayuntamientos), trazando una divisoria clara respecto del monólogo peeneuvista precedente.
Maravillas no van a hacer, dado el desplome de las recaudaciones fiscales y la generosidad con que Ibarretxe se sirvió del presupuesto antes de entregar el cargo. Pero es claro que se gobierna de otro modo, y desde mi discutible posición personal, sólo falta poner de relieve que bajo el signo de esa integración es como puede de una vez ponerse en marcha una auténtica construcción nacional vasca, superadora de la escisión de raíz sabiniana entre abertzales y españolistas que vino marcando la vida del país, sirviendo de coartada a una política de exclusión del otro, y en definitiva de fomento de la mentalidad en la cual prosperó el terrorismo. Patxi López y sus colaboradores han sabido abordar esta cuestión de manera diáfana y precisa, discreta en una palabra, sin herir a nadie en momento alguno ni ofrecer el menor atisbo de antinacionalismo. No se trata de dejar fuera a los nacionalistas, reconocidos en el Congreso como una de las «fuerzas vertebradoras» de Euskadi, sino de evitar la vocación exclusivista del nacionalismo, PNV incluido, y de mostrar que la singularidad de la nación vasca, fruto de una larga historia y no de una raza definitoria de la identidad de un ‘pueblo escogido’, con la ‘cultura de siete mil años’ proclamada desde una cerril ignorancia por Ibarretxe, se funda precisamente en esa fusión de elementos autóctonos e incorporados desde el exterior en el último siglo y medio. Porque los López como Patxi, queridos nacionalistas, son plenamente vascos. Igual que los Urkullu o los Basagoiti, a pesar de su ‘españolismo’. Parece algo indiscutible, pero no lo ha sido hasta ahora.
El discurso de mano abierta al adversario político, unido a la ‘tolerancia cero’ frente a la presencia pública y la actuación de ETA, viene a definir la estrategia de cambio tranquilo que Patxi López y el PSE, con participación destacada de Rodolfo Ares, ha puesto en práctica desde que asumió la Lehendakaritza. Algo que el PNV no supo digerir este verano, jugando una vez más a declarar que ellos por supuesto están contra ETA, pero prefieren un modo menos áspero, susceptible de provocar conflictos a su entender, para poner fin a la hegemonía de la visibilidad que en los pueblos vascos detentaba el terrorismo político. Una hegemonía que reflejaba el imperio oculto de la violencia sobre la vida política en el País Vasco rural. Ahora, me contaban unos amigos donostiarras, los jóvenes que pegan fotos de etarras sobre los muros ya no siguen tranquilos al ver aproximarse a la Ertzaintza; salen pitando. Es un cambio de ambiente. La historia de los fascismos prueba de sobra que en este terreno la tolerancia es suicida. Y el gobierno PNV la practicaba a fondo por encima de las palabras de rechazo.
De momento, los peligros para el equilibrio logrado vienen, no del interior de Euskadi, a excepción del impacto negativo de la crisis, sino de la política española, tal y como dejaba ver entre líneas el artículo reciente de Ramón Jáuregui en este diario (‘El PSE-EE ante el espejo’, EL CORREO, 3-10-2009). Zapatero necesita los votos del PNV en el Congreso y, en el único rasgo de habilidad del partido de Urkullu desde las elecciones, está jugando muy bien esta baza. De un lado, mediante la presión, tomando la iniciativa en cuestiones tales como el llamado ‘blindaje’ del Concierto y en el pago por Madrid de la deuda de Álava y, por debajo de la superficie, exigiendo preservar el control de la Diputación alavesa. Esta política de cuña triunfa, por lo menos en cuanto al vocabulario, cuando Ramón Jáuregui, en una intervención que me ha dejado perplejo por el tono de autoridad que destila, amonesta al gobierno socialista a atender ante todo a «los intereses vascos», citando los dos casos mencionados. Ello significa asumir implícitamente el planteamiento nacionalista de que hay ‘intereses vascos’ desligados plenamente de los estatales y del contenido de las reivindicaciones. Habrá razones para efectuar la devolución del dinero a Álava, pero por responder a ‘intereses vascos’, esa racionalidad no se alcanza. En el Congreso, el planteamiento de Patxi López fue más ponderado en la expresión al conjugar respaldo al gobierno socialista de Madrid con la negativa a ser un simple reflejo de las decisiones. Una cosa es la voluntad positiva de integrar al PNV en la nueva política integradora; otra pensar que quien fue el primer partido votado, no el que ‘ganó’ las elecciones, tiene derecho desde la oposición a imponer su modo tradicional de dirigir la política vasca.
En este marco se sitúan las relaciones con el PP. Lógico que la política de alianzas vuelva a ser definida tras las elecciones de 2011 y también lógico el deseo de que el PNV abra posibilidades de acuerdo hoy inexistentes. Pero el Gobierno socialista ha de tener en cuenta que paradójicamente no le interesa fomentar en modo alguno la frustración en las filas populares, y la situación alavesa es buen campo de prueba para ello. Un partido en declive electoral y que apoya una gestión racional de acción de gobierno, pero no participa de ella, sin compensación alguna, está condenado a priori a dejarse muchas plumas en las próximas elecciones, y si ello sucede, no es que el PSE se vea abocado a aliarse con el PNV, sino que volverá a estar en posición subalterna respecto del partido nacionalista, poco dispuesto a jugar en Euskadi el papel de CiU en Cataluña. En un escenario de conflictos tan complejo, la referencia en Gracián ha ser buscada en ‘El político’, antes que en ‘El discreto’. El buen gobernante es aquél que «todo previene», tratando de mirar como Jano en una dirección y en su contraria, de manera que «todos le atienden, porque a todos entiende». Difícil.
Antonio Elorza, EL CORREO, 6/10/2009