Pedro García Cuartango-ABC

  • Ha llegado el momento de dejar el debate sobre la memoria a los historiadores

Un año antes de acabar la guerra, Manuel Azaña pronunció un discurso en Barcelona en el que pedía «paz, piedad y perdón». Sus palabras conservan la misma vigencia más de 80 años después, cuando los viejos demonios familiares han vuelto a reaparecer en la vida política.

El clima de convivencia no había estado tan enrarecido desde la Transición, aunque es cierto que el cainismo y el sectarismo nunca habían desaparecido. Una vez sí y otra también, el PSOE y Podemos utilizan el pasado como arma arrojadiza contra el PP, al que pretenden presentar como heredero del franquismo.

Por ello, resulta un error la moción aprobada por el Ayuntamiento de Madrid para retirar las estatuas y la denominación de las calles

que llevan los nombres de Indalecio Prieto y de Largo Caballero. Supone incurrir en el mismo yerro que los partidos de la derecha reprochan a la izquierda.

Carece de sentido colocar en el centro de la agenda política un debate sobre la República y el franquismo cuando durante la Transición las principales fuerzas políticas del país pactaron una reconciliación que suponía cerrar las heridas del pasado. Todos cedieron en ese compromiso, conscientes de que había que superar un conflicto y una dictadura que habían generado frustración y dolor.

Prieto y Largo Caballero son dos personajes históricos con sus luces y sus sombras. Pero no se merecen que su nombre se retire de las calles de Madrid. No hay evidencia que ninguno de ellos se viera implicado en actos deshonestos o criminales.

Prieto fue diputado, ministro de Hacienda y de Defensa y dirigente muy influyente en el PSOE. Durante la guerra hizo lo posible para evitar los juicios sumarios y los fusilamientos. Merece la pena leer su correspondencia desde su exilio en México, en la que reconoce muchos de sus errores y aboga por una reconciliación.

Largo Caballero fue el jefe de Gobierno de la República durante año y medio. Había sido ministro de Trabajo, presidente del PSOE y secretario general de UGT. Impulsó leyes que favorecieron a los trabajadores y era un hombre de escrupulosa integridad.

Es cierto que promovió el levantamiento obrero en Asturias y que defendió la implantación de una dictadura del proletariado en nuestro país. Y también que no supo o no pudo evitar los crímenes que se cometieron cuando él presidía el Gobierno durante la guerra. Pero es imposible abstraer sus actuaciones del contexto de una España dividida, en armas y con unos odios feroces.

Es un error examinar el pasado a la luz del presente y juzgar lo que sucedió en aquel periodo trágico para obtener un rédito político. Tampoco tiene sentido trasladar las responsabilidades de conductas execrables a los nietos de quienes incurrieron en ellas.

Por lo tanto, ha llegado el momento de dejar el debate sobre la memoria a los historiadores. Y, desde luego, mantener las calles a esos dos dirigentes socialistas que también fueron víctimas de su tiempo.