Editorial, EL CORREO, 20/5/12
El cese definitivo del terrorismo de ETA y la extendida confianza en que la violencia no volverá sobre sus pasos está suscitando la aparición de reflexiones en torno a la sociedad resultante después de tanta barbarie e intolerancia, de su historia, de la memoria de sus ciudadanos y de las bases para una convivencia en libertad. El congreso organizado a tal efecto por el Gobierno vasco, al que algunos sectores han tildado de parcial y propagandístico, se ha hecho eco de valiosas aportaciones, de convicciones e ideas que están presentes entre los vascos, aunque hasta la fecha no han logrado ser consignados como una guía útil para el futuro. La identificación y denuncia del mal que representa el terrorismo ha permitido bosquejar el bien en el que coincide una mayoría de la sociedad que no siempre enjuició severamente el uso de la violencia, acomodándose durante demasiado tiempo en la indiferencia. Se trata de un bagaje probadamente democrático que no puede someterse a un trueque de valores con quienes persisten en justificar su pasado de violencia o de complicidad con la misma. La diversidad de experiencias, recuerdos y olvidos que concurren en la sociedad vasca difícilmente dará lugar a una memoria compartida más que con el transcurso del tiempo. Pero por eso mismo sería deplorable que esa quimérica memoria común comenzara a redactarse renunciando a la verdad de los hechos –cuando no manipulándolos–, soslayando la necesidad de justicia, o sometiendo los principios de la convivencia a mínimos tan insuficientes como el deseo de que no vuelva a suceder. Una memoria pretendidamente inclusiva deja de serlo si atiende a la renuencia del victimario a reconocer el daño causado y, para ello, orilla a la víctima cuando su drama ha de encarnar el nexo de unión entre la historia de este país y el recuerdo que prevalezca entre sus habitantes. El factor determinante de ese drama ha sido la perpetuación de un terror deliberado, reivindicado y ensalzado incluso después de su cese. De modo que cualquier pretensión de equipararlo con ‘otras’ violencias constituye un ardid justificativo del mal. Será la convivencia después de ETA la que procure a la sociedad vasca una memoria común, sin olvidos olvidados ni versiones indulgentes. Pero para ello esa convivencia deberá basarse en un veredicto institucionalizado que establezca que la violencia de ETA nunca debió existir.
Editorial, EL CORREO, 20/5/12