- No queremos la sustitución de los pecados religiosos por las incorrecciones políticas. Ni tampoco canjear el infierno por el ostracismo social
No sé si será una sensación generalizada pero últimamente me siento culpable por casi todo. Me siento culpable por lo que hago, por lo que digo y, si me apuran, por lo que pienso. Las bromas, molestan. Los chistes, que antes escuchaba en cualquier reunión en ese momento (bendito) en que las caretas empezaban a caer y la espontaneidad fluía, han reducido sus campos de desarrollo hasta tal punto que, prácticamente, se han quedado sin contenidos.
La gente está perdiendo la espontaneidad en pro de una corrección política que atenaza las raíces más básicas del talento, del ingenio, de la creatividad o lo que siempre hemos entendido como gracejo natural, ése que tanto nos alegra la vida. El reírnos de nuestra sombra, algo tan nuestro, tan divertido y tan absolutamente saludable, se está haciendo poco menos que misión imposible. Y eso se está traduciendo en algo muy desolador: el incremento de la tristeza colectiva.
La gente está más sosa que nunca. Las carcajadas de las sobremesas, alargadas con copas y ganas de pasar un buen rato entre amigos, cada vez son más escasas. Su disminución ha ido de la mano de un inquietante incremento del nivel de cabreo, de hartazgo, de fastidio y de crispación generalizada. Y yo siento que me asfixian la mente, que me amordazan la psique con una camisa de fuerza impostada y que me engrilletan la alegría de vivir. Estoy mustia.
Se trata de ser capaces de tamponar el complejo ramillete de problemas con los que tenemos que lidiar cada día con un poquito de riqueza mental
Les aseguro que no soy una persona que me agrade ni maldecir, ni malmeter, ni fastidiar a nadie. Ni disfruto con ello ni considero que molestar al prójimo tenga ningún atractivo especial pero creo, sinceramente, que nos estamos pasado tres pueblos. No se trata de fastidiar ni zaherir cuando alguien tiene una ocurrencia sobre algo o sobre alguien.
Se trata de ser capaces de tamponar los agobios, las angustias, el estrés y el complejo ramillete de problemas con los que tenemos que lidiar cada día con un poquito de riqueza mental y de chispa intelectual. Con sentido del humor. Con ese fenómeno tan único en la naturaleza y tan característico de nuestra especie. Con eso más humano, incluso, que el propio sentido de la trascendencia o la creatividad artística. Con esencia destilada, concentrada y sublimada de Homo sapiens.
Pero, hay que ser realistas. Somos como somos. Y lo que nos suscita la carcajada no se relaciona, precisamente, con el equilibrio, la mesura, la buena ciudadanía o el orden constitucional. Lo que nos divierte es escrutarnos frente a un espejo y diseccionar, con cierta morbosa capacidad de corrosión y con poca piedad, nuestra vulnerabilidad, nuestra imperfección y nuestro variado y nutrido elenco de defectos. Sin embargo, este saludable ejercicio, que tan bien nos sienta y que tanto nos desahoga, no es gratis: hay que aguantar el reproche de los que se les presionan las hiperqueratosis digitales, esto es, si les pisan los callos. Y, en nuestro radio de acción, cada vez hay mas gente, cada vez hay gente con más callos y cada vez hay gente con callos en más dedos. Las probabilidades de pisar uno se han disparado exponencialmente.
Las bromas sobre comportamientos sexuales, ofenden. Los chistes de profesiones, molestan. Los chascarrillos referentes a fisonomías varias, marginan
Y es que, analicemos un poco, no hay comentario ocurrente y/o jocoso que no afecte a algún colectivo. Si a ello le añadimos el hecho (constatable y tangible) de que cada vez hay más colectivos susceptibles de ser ofendidos, vilipendiados, marginados, excluidos o incomprendidos, los motivos para echarnos unas saludables risas se van quedando de un raquítico patético. Las bromas sobre comportamientos sexuales, ofenden.
Los chistes de profesiones, molestan. Los chascarrillos referentes a fisonomías varias, marginan bochornosamente a personas y les crean ansiedad y depresión. La guasa relacionada con los orígenes de cada uno es susceptible de inducir altercados internacionales. Y para qué decirles someter un poquito a «cachondeo» algún tema relacionado con la política… el riesgo de producir eczemas en las finísimas y delicadas pieles, cada vez más inmunosensibles e irritables, pueden terminar poniendo en juego las amistades más sólidas. ¡Qué agobio!
Me pregunto de dónde ha salido este exceso de «tiquismiquismo». Y me sale una respuesta que, dicho sea de paso, tampoco responde al patrón de la corrección política: nos encanta crear culpables. Nos va la marcha de diseñar culpabilidad. Nos vuelve locos cargar fabricar cruces para acarrear. Creo que es tan nuestro como el propio sentido del humor: fabricar pecados, analizar nuestras respuestas ante ellos y, en función de eso, establecer tipologías de penitencias.
Esta es mi hipótesis de trabajo que, por supuesto, es susceptible de ser refutada empíricamente. No obstante, creo que no es tarea fácil porque, analizando la sociedad como me gusta hacer, no hago otra cosa de corroborar lo acertada que es. Les animo a que hagan la prueba con los tres grupos poblacionales en los que podemos probar el experimento (y que no tienen nada que ver con la política).
Es una angustia terrible porque, a pesar de estar bastante
seguros de que somos buenas personas, nos acusan sin parar de poca sensibilidad
- El primer grupo lo constituirían los transgresores oficiales. Por el mero placer de autodefinirse, les divierte en sobremanera pasarse por el forro la corrección política. Asumen la multa sin problemas e, incluso, con alegría. Les trae al fresco pisar callos, especialmente si son de una ideología política diferente. Buscan los callos. Les «ponen» los callos.
- El segundo grupo estaría en las antípodas de los anteriores. Son los fabricantes de callos. Han descubierto el chollo que es tener una factoría de este tipo, puesto que rápidamente pasan a ser candidatos a paguitas, subvenciones, ayudas y demás succiones de la misma y extenuada ubre pública. Se estrujan la cabeza en sus departamentos de investigación y desarrollo para crear nuevas variedades de callos con los que inundar el mercado. Es imposible estar al día de tanta novedad callera.
- El tercero, donde nos situamos la inmensa mayoría de los perplejos ciudadanos, lo constituiríamos los que estamos continuamente sobresaltados por los gritos de los afectados. El mero hecho de movernos implica que nuestros pies van a pisar un callo que, ni sabíamos su existencia, ni la de su dueño, ni de lo abundantísimos que eran (cuando tan sólo ayer ni habíamos oído hablar de ellos). Es una angustia terrible porque, a pesar de estar bastante seguros de que somos buenas personas, nos acusan sin parar de poca sensibilidad, ausencia de delicadeza y nula empatía.
Los del primer grupo, me caen mal. Aunque la mayoría de los callos sean más falsos que Judas, te arriesgas a pisar uno de verdad. Hacer daño gratuitamente no es algo que me resulte respetable, sino todo lo contrario. Los del segundo grupo me caen peor, entre otras cosas porque no se diferencian apenas con los del primero en cuanto a mala intención pero son más sibilinos y sofisticados en su vileza al estar, normalmente, ocupando puestos de poder. Esos mismos que nos atosigan con la corrección política ante las cámaras, los sorprendemos despellejando sin rubor al primero que les lleve la contraria en el momento en que apagan los focos y se cierran (o ellos creen que se cierran) los micrófonos. Son vomitivos. Los del tercero estamos hartos. No queremos apechugar con culpas que no nos corresponden. No queremos que nos acusen de lo que no somos. No queremos cargar con este nuevo pecado original postmoderno que parece que tenemos que tragar por el mero hecho de existir, movernos y opinar.
Disentir es pertinente, es necesario y nuestra civilización ha sobrevivido a base de intelecto, debate y contraponer pareceres. Las tesis se enfrentan a las antítesis para obtener fructíferas síntesis. No queremos la sustitución de los pecados religiosos por las incorrecciones políticas. Ni tampoco canjear el infierno por el ostracismo social. Queremos seguir siendo libres. Y reírnos a carcajadas sin remordimientos de conciencia cada vez que tengamos la suerte de tener alguien ocurrente cerca. Y espero, sinceramente, no haber pisado muchos callos con este artículo…