Manuel Montero-EL Correo

  • Nuestra fortaleza ética se pone difícil porque requiere vencer la tentación y ya no hay modo con la falta de prohibiciones

Nos movemos en la antítesis moral. Es decir, entre la osadía rupturista y el temor al pecado. O sea, como siempre. En ambas vertientes hemos perdido mucho. El valor -públicamente hablando- va decayendo a medida que entra en las garras de los publicistas electorales. El pecado, no digamos, una vez que ha perdido su carga vergonzante.

Primero: este país se tiene por valiente. Eso se deduce del peso argumental que se da al antónimo, la cobardía. A un político le dicen miedoso y se revuelve, pues cree que si no lo ven aguerrido perderá credibilidad. Sin embargo… Lo aclaró Ambrose Bierce: «La audacia es una de las características más llamativas del hombre que está a salvo». Gusta citar a los toros desde la barrera.

Casi todos los alardes heroicos que componen los telediarios se producen con la corriente a favor. El Gobierno «tiene la audacia» de exhumar a quien sea. Pero es valor contra enemigos imaginarios, ni siquiera molinos de viento. Se atreve a unos Presupuestos desmesurados, asegura, pero este valor esconde furor ideológico o cálculos electorales. Es audacia de pega.

Lo mismo sucede con las exhibiciones antiespañolas de los independentistas: adoptan apariencia heroica, pero es valentía a beneficio de inventario. O cuando un líder podemita habla de la guillotina al mencionar la monarquía. Aquí el despliegue rupturista adopta aire de audacia, como si viviera un ambiente represor. Audacia sobre la nada porque la bravuconería no hace eco.

La valentía expresiva, simbólica y agresiva recorre el país, pero es una audacia poco audaz, enmascarada entre la masa, lo políticamente correcto o un incierto rupturismo mediático, que también actúa sobre seguro. El gusto nacional por sentirse corajudo encaja bien con esa fachada de osadía, la farsa del valiente que finge atreverse a hacer lo que no hace nadie.

Y luego están los pecados, de los que habría mucho que hablar. Los pecados capitales antes sugerían condena segura, incluso social, pero han perdido consistencia. Su enumeración nos suena a moral ‘vintage’.

A la gula no la consideramos un pecado, sino una transgresión de la dieta y un peligro para el peso. La avaricia se cree más bien virtud, pues les corresponde sacarnos de esta a los ricos, principal producto de la avaricia. El Estado suele representar la avaricia pública, ya que tiene ‘afán recaudatorio’ cuando gobiernan los otros. Sin embargo, si nos sangran los nuestros se les atribuye finalidad social, así que tal pecado peca de definición ideológica. La avaricia individual aspira a forrarse con la lotería y los concursos televisivos. Al superrico se lo mira con sospecha, pero solo si no es de los nuestros, por lo que también es pecado relativo. El relativismo invalida la moral.

La ira ya no cuenta como pecado porque en general llevamos las cosas con un relajo que faltaba en tiempos más airados. Su principal expresión actual, las imprecaciones que se sueltan por internet, se ven bien por los partidarios y, en general, solo son criticados por los articulistas de los periódicos, que no tienen otra cosa que hacer, y los ofendidos, a su vez sin reparos por vengarse por igual procedimiento. La pereza tiene prestigio e incluso es fuente de ingresos, pues la industria del ocio se construye para cultivarla. A nadie que se declare vago se le mira mal y el sistema educativo promueve el aprendizaje sin esfuerzo, por lo que el elogio del trabajo arduo queda para las películas antiguas, pues ahora los americanos no abordan tal cuestión (salvo el trajín que se traen los mafiosos y el estajanovismo de algunos ‘polis’).

La envidia es harina de otro costal porque gusta tildar de trepa a cualquiera, dejándolo como un pringado que no sabe estar en su sitio. Sin embargo, se le ensalza la zancadilla, no digamos si el envidioso engaña a traición al compañero. La envidia es polisémica: sirve como condena moral del meritorio, pero se aprueba su práctica en intensidad directamente proporcional a la sevicia que derroche el pecador.

La soberbia gusta sobremanera, siempre que se disfrace de humildad. No gustarían políticos apocados, si bien los expertos les aconsejan que se parezcan a nosotros. Así que deben mostrarse orgullosos de su humildad.

Nos queda la lujuria, pero quienes no estudiaron los pecados capitales se sorprenden de que se la considere tara y no virtud. Buena parte de la publicidad se dedica a avivarla, inventamos productos para su disfrute y pastillas para que su práctica subsista cuando se sobrepasa la edad. Internet la pone al alcance de la mano de cualquiera y en todo momento. Literalmente. Y eso, al margen de los negocios que genera.

Nos hemos quedado sin pecados, por lo que nuestra fortaleza ética se pone difícil, ya que requiere vencer la tentación y ya no hay modo por la falta de prohibiciones. Lo presagió Machado: «Hoy el vicio es lo que se envidia más».