Ignacio Camacho-ABC

  • Al nacionalismo catalán nadie le ha dicho nunca que no a nada. Ha conseguido crearle a España un complejo de madrastra

Existen tres interpretaciones sobre la deflación de esas Diadas que hace unos años canalizaron y prepararon el clima de la insurrección separatista catalana. Una es que el soberanismo deflactó a partir de la respuesta política y penal del Estado que arrastró al ‘procés’ al fracaso. Otra sostiene que la amnistía, los indultos y las reformas legislativas con que Sánchez obsequió a los sublevados los han devuelto a un cauce pacífico y a un papel institucional secundario. Y la tercera defiende que el independentismo no necesita agitación porque sus pactos con Sánchez y con Illa les proporcionan una influencia decisiva para ir alcanzando sus objetivos a través de contrapartidas continuas. En las tres hay algo de verdadero pero la conclusión es que, aunque otra revuelta como la de 2017 resulta inviable en este momento, el sanchismo ha creado las condiciones de impunidad para repetirla sin riesgo de acabar ante el Supremo, y por su parte los secesionistas han optado por un método más lento: aprovechar su influencia en el Gobierno para sacar a España de Cataluña en vez de irse ellos.

Ésta era la paulatina hoja de ruta en la que Pujol trazó su estrategia. Crear estructuras de Estado para funcionar de facto como una nación plena hasta que madurase la breva. Y así ha ido ocurriendo desde principios de la década de los ochenta; gobernara quien gobernarse, izquierdas o derechas, el nacionalismo ha ido arrancando privilegios, poderes y competencias a través de una reclamación identitaria consistente y perpetua. Hoy, además de los servicios públicos que administran en régimen semifederal todas las comunidades del sistema, la Generalitat tiene policía propia, leyes lingüísticas excluyentes y embajadas externas, y está a punto de obtener la creación de un cuerpo de Hacienda que le permita lograr la soberanía financiera. Le falta un poder judicial, la caja de las pensiones y el control de la política energética –y van a ser las siguientes metas– para quedarse a un palmo de la independencia.

En pleno motín sedicioso, el filósofo Javier Gomá escribió que el origen del problema era la ausencia de una pedagogía de la frustración: a los nacionalistas nadie les ha dicho nunca que no a nada y se han malacostumbrado a salirse con la suya en cualquier circunstancia. El Estado siempre acaba cediendo a las buenas o a las malas, y en la única oportunidad que tuvo de plantarse, la del 155, le faltó determinación y le sobró desconfianza para implantar su autoridad con razones más que justificadas. Esa conciencia remordida da alas a la mitología del destino manifiesto incluso entre unas élites que consideran a España como una especie de madrastra acomplejada, y que ahora ven en la debilidad de Sánchez otra oportunidad de sacar nuevas ventajas. Hay un espejismo en este relativo ensordecimiento de la matraca: el ‘procés’ sólo está en modo de recuperación y pausa.