El idilio duró un suspiro. Sánchez se saltó la tutela, pensando que los militantes habían caído rendidos ante su seducción personal. El trato era que el secretario general se conformaría con ese puesto, sin aspirar a ser el candidato socialista a La Moncloa. Susana Díaz le había dado las llaves del bólido, pero sólo para que lo aparcara. Pero Sánchez se quedó con el bólido, pilló carretera, le sacudió estopa y lo condujo hasta donde se encuentra el PSOE ahora mismo: al borde del precipicio.
Mientras, quienes le habían apoyado contemplaban, atónitos, cómo hacía y deshacía a su antojo, sin descolgar el teléfono, sin establecer complicidades, rompiendo los puentes con muchas direcciones regionales y obviando a los notables antepasados socialistas que le habían ayudado a llegar a la cima. Paulatinamente, sus adversarios empezaron a disparar contra él hasta convertir las conspiraciones contra Sánchez en el estado natural interno del PSOE. Nunca un líder socialista ha concitado tanto odio interno.
Sánchez reaccionó al acoso encerrándose en Ferraz con un grupo de fieles, actuando sin piedad contra sus críticos y dejándose mecer por el calor de los militantes. En la calle, las señoras se lo rifaban para sus selfies. Sánchez se convirtió en un político famoso, pero no en una alternativa de Gobierno al PP. Y los ángulos de su cara, así como su actitud, se fueron endureciendo a medida que aumentaba el acoso contra él y se acumulaban las derrotas electorales sin querer asumir su responsabilidad en ellas.
Es cierto que se topó con un obstáculo inesperado en el camino de su potente bólido. Un partido político a su izquierda con un líder más renovador que él. Su elección como secretario general tenía como objetivo renovar el partido para frenar el avance de Podemos. Sánchez no ha podido detener la sangría de votos.
El 20-D puso fin a la hegemonía del PSOE en la izquierda española. Podemos se le acercó a menos de 300.000 votos. Aunque el odio contra él ya había fermentado en los presidentes autonómicos, sus críticos le perdonaron la vida después de las primeras generales, aunque le ataron de pies y manos para formar un Gobierno de izquierdas. Sánchez lo intentó con Ciudadanos, pero no lo consiguió. El bloqueo político hizo el resto y al grito de «primero España, luego el PSOE», pactó con sus adversarios el aplazamiento del Congreso del partido y volvió a optar a La Moncloa. El 26-J, Sánchez logró evitar el sorpasso –lo que se considera una hazaña en su equipo–, pero perdió cinco escaños y Unidos Podemos sacó los mismos.
Pedro Sánchez venció a Eduardo Madina, pero no pudo con Pablo Iglesias. El enemigo que llegó para comerse al PSOE podía permitirse todos los lujos y proponer lo imposible. Para horror de laintelligentsia socialdemócrata española, los potenciales electores socialistas pusieron sus ojos en el partido populista. Sánchez se enfrentó a un dilema imposible. No podía ser Pablo Iglesias, pero tampoco podía dejar de ser Pablo Iglesias. Si no imitaba a Podemos en algo no recuperaría los votantes perdidos. Pero si le pillaban acercándose a Podemos, era triturado por un sistema cuyo vértice sigue siendo –quién lo diría– Felipe González. De hecho, el ex presidente fue quien disparó ayer en la Ser el cañón del crucero Aurora para desencadenar el golpe palaciego contra Pedro Sánchez.
En los últimos meses, el líder socialista ha escrito su relato más convincente con el no a Rajoy y la resistencia a las presiones de todo tipo para que se abstuviera en la investidura. Sus adversarios pretendían que cargara con la abstención para después quitarle del puesto. Es decir, que se suicidara. Él ha respondido doblando la apuesta. De la osadía ha pasado a la temeridad. Y bajo su mandato, el PSOE afronta una situación límite que, pase lo que pase, acabará mal.