Rubén Amón-El Confidencial
- El presidente del Gobierno ha convertido los escándalos en rutina, de manera que unos encubren a los otros y aspiran a crear un estado de anestesia en la opinión pública
Es muy probable que un análisis de orina de Pedro Sánchez demuestre que el presidente del Gobierno mea napalm. Le ocurre al personaje de Clint Eastwood en El sargento de hierro. Y viene a cuento la analogía para definir el poder exterminador que implica la virilidad de Sánchez. Creemos que no sería capaz de hacer ciertas cosas, pero claro que es capaz de hacerlas. Una fechoría sucede a la siguiente. La sucede y la encubre.
Tiene Sánchez más galones que el sargento de artillería Thomas Highway en la película que glorifica la testosterona de los marines. Les diferencia la falta de principios y de valores. Sánchez los descoyunta y los sobrepasa con una estrategia que aniquila y cauteriza a la vez. Me ha dado la idea un pasaje de la última novela de Cormac McCarthy ( El pasajero ), concretamente cuando un veterano de la guerra evoca que las minas del Vietcong mutilaban a los soldados yanquis, pero el explosivo también cicatrizaba las heridas.
Sánchez ha aprendido el procedimiento. Sus incursiones paracaidistas en el Código Penal, sus acuerdos siniestros con Bildu y hasta las escaramuzas que dinamitan la separación de poderes alojan, por un lado, la erosión del napalm e incorporan sus cualidades terapéuticas y anestésicas. Dar cera, pulir cera, podríamos añadir recurriendo al régimen disciplinario de Karate Kid. Y definiendo una forma de hacer política que asemeja al juego de las matrioskas. Sánchez esconde una aberración en otra aberración más grande. La muñeca de menor tamaño se aloja en el vientre de la muñeca superior, de tal manera que el presidente del Gobierno ha llegado al extremo de establecer y predisponer una rutina del escándalo. Especialmente en los asuntos cuya sofisticación técnica o deficiencia lujuriosa escapa al interés de los ciudadanos. No es el caso de la alarma social que ha suscitado la aplicación del solo sí es sí, pero sí de la trama hermética con que el líder socialista socava y degrada la credibilidad de las instituciones.
Fue Sánchez quien decidió convertir a la exministra de Justicia Dolores Delgado en fiscal general. Ocupó su puesto en el Gobierno Juan Carlos Campo. Y es el propio Campo quien ahora representa al partido y al Ejecutivo en el sanedrín del Tribunal Constitucional. Podría haber escogido Sánchez a cualquier otro candidato menos embarazoso o incendiario entre miles de posibilidades, pero no ha sucedido así precisamente porque el líder socialista quería exhibir su autoridad y su arrogancia. Y su depravación política. Y el virtuosismo con que maneja el mecanismo de la puerta giratoria. Sostenía el machaca de Patxi López que el PP siempre ha hecho lo mismo. Y puede tener razón el vocero parlamentario del PSOE respecto a la dinámica pervertida del bipartidismo, pero la forma de reaccionar al clamor del partido opositor es una pésima respuesta al resto de los ciudadanos.
Mea napalm Sánchez. Y abusa de su cesarismo, acaso subestimando el desgaste de su imagen y la distancia con la realidad. El mito de Narciso que caracteriza el ensimismamiento reviste un escarmiento para los imitadores. Y no parece darse cuenta Pedro de que su problema no es la inestabilidad, ni el chantaje soberanista, ni la competencia/incompetencia de Núñez Feijóo, sino las antipatías que suscita, el deterioro de una imagen… distorsionada.
De otro modo —y expuesto al delirio de grandeza— no se hubiera atrevido a observarse a sí mismo con un lugar en la Historia. Ni se pavonearía en la burbuja de euforia con que lo custodian sus rapsodas y sus costaleros, los unos y los otros estupefactos con las paráfrasis del timonel monclovense: “He bebido más cerveza, he meado más sangre, he echado más polvos y he chafado más huevos que todos vosotros juntos, capullos”.