Estefania Molina-El Confidencial

  • A Moncloa le tocará ir aceptando la nueva situación, que es el malestar que deja la espiral inflacionaria también en las familias, o en el resto de colectivos que salgan a protestar en los próximos días o meses

La izquierda gobernante resbaló esta semana con el paradigma de la «gente», al constatar que la conflictividad social producida por la guerra pone en jaque su bandera del pueblo, mientras el encarecimiento del nivel de vida de las familias no cese. Pues no bastará con seguir blandiendo en adelante que «viene la ultraderecha» para retener sus apoyos electorales, si Moncloa no aporta remedios. Y es que parte de esos tics adanistas a la izquierda se vienen arrastrando desde 2015, pero la crisis actual ha puesto boca arriba toda su envergadura.

Primero, porque a nadie se le escapa que la idea de «que viene la ultraderecha» era desde 2019 el ariete de Pedro Sánchez y Unidas Podemos para mantener las filas prietas. De un lado, ese temor movilizaba al votante de izquierda en defensa de su modelo de libertades y progreso. Del otro, el Ejecutivo se servía para que sus socios (ERC, PNV, Compromís, EH Bildu…) mantuvieran sus apoyos, sin margen de maniobra que no fuera el de secundar al PSOE y UP, ante el miedo a la pujanza de un gobierno de derechas.

Tanto es así, que los socios gubernamentales incluso se venían quejando a menudo de la escasez de diálogo del Ejecutivo, demasiado abonado este al uso del decreto ley en su acción legislativa. Esto es, esperando a menudo un contrato de adhesión del parlamento, toda vez que la ultraderecha, lo de enfrente, sería peor para el independentismo catalán y vasco que secundar a la izquierda. El culmen llegó con la reforma laboral, cuando ERC y Bildu decidieron dar el golpe en la mesa y apearse del acuerdo, al no verse reflejados en un texto más moderado de lo que esperaban.

De aquellos polvos, estos lodos. Al Ejecutivo le acabó estallando la movilización social de los transportistas esta semana, acostumbrado a echar balones contra la ultraderecha. E incluso, a lidiar menos contra un malestar social de las clases trabajadoras, que en su imaginario podría asociarse a los tiempos de Mariano Rajoy con la crisis de 2011. Es decir, demostrando una desconexión con la calle, como si el salario mínimo vital, los ERTE, haber reducido algunos impuestos a la energía, o el bono eléctrico fueran suficiente para paliar el contexto inflacionario presente.

Muestra de ese traspié, de la necesidad de la izquierda de adaptarse al nuevo paradigma, es que la ministra del ramo, Raquel Sánchez, acabó por señalar que «una parte de la ultraderecha» alentaba las «movilizaciones violentas». En esencia, empujando al gobierno a un error de relato por aquella premisa de que en política, como en la vida, los huecos que no se llenan, se ocupan. A saber, que la situación actual fruto de la guerra de Ucrania no va en ningún caso de la afiliación ideológica de quien se manifiesta, sino de no deslegitimar ninguna protesta. 

Aunque Podemos no pinte en la cuestión del transporte, fue el partido morado quien trajo a la política la idea de que ellos eran «La Gente 

Así pues, Sánchez pudo caer en estigmatizar a todo el colectivo, o que cualquier partido político rival urdiera el relato de la parte por el todo. Y los prejuicios, una vez creados, tienden a funcionar con un doble sentido. Dónde encontrará acaso refugio el camionero, su familia, y los que viven de este, si perciben que se les estigmatiza. E incluso, si no sienten que el Ejecutivo esté siendo receptivo a sus protestas, sino todo lo contrario: expulsándolos de su esfera de piel, de entendimiento.

Con todo, la realidad es que ese tropiezo discursivo tiene un origen en lo que ha venido siendo el relato de la izquierda desde 2015. Aunque Podemos no pinte en la cuestión del transporte, no casualmente fue el partido morado quien trajo a la política española la idea de que ellos eran «La Gente». Así pues, si la gente protesta ahora lo fácil era que alguien acabara echando balones sobre «la ultraderecha», destacando que esto era un «paro patronal», o que en una deriva más cafetera y rocambolesca de la cuestión a alguien se le hubiera ocurrido tildar a los manifestantes de «ricos».

La Unión Europea se enfrenta a una realidad cruda: la de si podrá limpiar los pies de barro de sus democracias muy funcionarizadas

A Moncloa le tocará ir aceptando la nueva situación, que es el malestar que deja la espiral inflacionaria también en las familias, o en el resto de colectivos que salgan a protestar en los próximos días o meses. La Unión Europea se enfrenta a una realidad cruda: la de si podrá limpiar los pies de barro de sus democracias muy funcionarizadas. Es decir, con enormes dificultades para atajar problemas como el precio de la luz, o incluso otros coetáneos como los alquileres que vienen gripando la economía de las clases más precarizadas desde hace años.

Hasta el momento, la crisis de los transportes se ha saldado con el compromiso del Ejecutivo de bonificar 20 céntimos el carburante, una partida de unos 1100 millones, aunque no sea suficiente para la plataforma minoritaria convocante de la huelga. La siguiente pregunta es de dónde saldrá ese dinero: si habrá recortes a la vuelta de la esquina, más deuda, o impuestos a la clase media, o las rentas altas. Todo ello, ahora que se viene un crecimiento de la desigualdad a lomos de esta crisis, y que Sánchez necesita más que nunca los apoyos del Congreso.

A la sazón, la Moncloa sabe desde hace tiempo que el principal riesgo al que asiste electoralmente, cuando sea que haya comicios en España, es la desmovilización del votante de izquierdas. No es que, de pronto, el trasvase de votos de PSOE o UP vaya a irse al Partido Popular o a Vox. Al contrario, Sánchez se juega el gobierno por incomparecencia de los suyos. Es por eso que desde la remodelación del Ejecutivo en el verano pasado, la consigna del presidente del Gobierno fue menos relatos y más estar por las cosas del comer.

A la postre, la crisis reciente deja varios aprendizajes para el Ejecutivo por lo que venga en adelante. Ni Podemos tiene ya aquel pulso de la calle de 2015, lo que explica que el partido siga en el Gobierno sin capacidad de saltar y capitanear el malestar social contra el PSOE. Ni Sánchez podrá ya tirar del relato «que viene la ultraderecha» para cobijarse de los problemas pendientes.

Y eso es así ahora no porque la ultraderecha no ponga en jaque el modelo de derechos y libertades como lo entiende la Unión Europea, véanse Hungría o Polonia, y ello cause preocupación evidente en una democracia como la española. Sino porque los ciudadanos esperan respuestas. Por ejemplo, en lo que a la luz respecta, que sigue siendo el otro palo en las ruedas de esta legislatura. Lo contrario, será seguir resbalando por el paradigma de la «ultraderecha», que acabará pasando factura en las urnas.