Estefania Molina-El Confidencial
- El problema vendrá cuando las medidas que sí son efectivas empiecen a quedar deslegitimadas por tratar de tapar la incomodidad bajo un trozo de tela quirúrgica, huyendo de toda pedagogía
Pedro Sánchez resbaló esta semana por la peligrosa ladera antipolítica, sumándose a una medida tan aparentemente inocua como la obligación en exteriores de la mascarilla. Es decir, pese a que muchos científicos no ven estrictamente útil su uso contra la pandemia si no hay aglomeraciones. Es por eso que la susodicha se convierte ya en un símbolo de la hipocresía de nuestros dirigentes a lo largo de la gestión del coronavirus. O lo que es peor, el riesgo de deslegitimación hacia las autoridades, fruto de excesos a los que no se les perciba sentido.
Primero, porque la medida es de esas que se aplican como uso placebo para la reputación de la clase política. De un lado, para que parezca que se está haciendo algo, que se está trabajando intensamente contra la pandemia. Del otro, porque la polémica permite obviar otras vergüenzas: la infrafinanciación sanitaria en algunas Comunidades, o lo impopular de limitar aforos en la hostelería, que correspondería a sus presidentes establecer. No casualmente, la mascarilla fue propuesta por varias autonomías (Galicia, País Vasco, Castilla la Mancha, Comunidad Valenciana, Andalucía).
El problema es asumir que las vacunas son condición necesaria, pero insuficientes sin algunas medidas de distanciamiento
Todo ello hace obvio hasta qué punto se está intentando capear el temporal hasta que pase la Navidad y sus compras, y luego ya veremos lo que hacemos. Pasa que ómicron rompe esquemas con la vacunación al 90%. Esa era la barrera que se nos metió en la cabeza para creer que todo esto terminaría y volveríamos a la arcadia feliz de 2019. Anteriormente, lo creímos con la salida del gran confinamiento. El problema en esta fase es asumir que las vacunas son condición necesaria, pero insuficientes sin algunas de las medidas de distanciamiento del pasado.
Dicha pedagogía es sensible porque, de no hacerse bien, existe el riesgo de que vaya proliferando el argumentario antivacunas. Habrá que explicar repetidamente que el fin de la pandemia –más probable– vendrá de la mano de las vacunas esterilizantes, porque evitan que el humano siga hospedando al virus. Ahora bien, hasta entonces, la única forma de reducir drásticamente la mortalidad, de salvar vidas, es inyectarse la doble pauta, junto a las dosis de refuerzo.
Por ejemplo, cuando rechaza que los contactos estrechos de un positivo guarden cuarentena, como pedía Cataluña
Por ello, otra verdad es que quizás estamos inmersos en una vía tácita de inmunización colectiva por contagio. Por ejemplo, cuando rechaza que los contactos estrechos de un positivo guarden cuarentena, como pedía Cataluña. Eso abocaría a cientos de ciudadanos a ir ya de cuarentena en cuarentena casi semanalmente. Las vacunas producen menos carga viral al vacunado, pero el riesgo de reinfección o transmisión existe. En resumen, más bajas laborales, cierres… pero con la paradoja de justificarlo en una mortalidad mínima, en comparación con olas previas.
En tercer lugar, el endurecimiento de las restricciones por parte de Gobierno y autonomías sería impopular no solo por tema financiero –con una España de previsiones económicas a la baja– o por salud mental. Se suma la pereza de ser el poli malo, cuando a la vuelta de la esquina hay unas elecciones autonómicas, municipales, y unas regionales, e incluso, unas generales a no más tardar en 2023.
El ejemplo es Cataluña. El president, Pere Aragonès, saltó a la yugular de Sánchez por la implantación de la mascarilla porque el primero sí ha asumido el coste de un toque de queda. Es decir, una medida de especial dureza y cuestionable eficacia, aunque no había sido propuesta ni por el comité de expertos que asesora al Govern. Eso explica por qué la Generalitat quería que las medidas contra el virus fueran generalizables al resto de España. O también, por qué Sánchez no iba a aprobar un Estado de Alarma si los tribunales le tumbaban la medida a su socio.
El tono garantista no casa con los retos que ómicron presenta, o con montar un encuentro de presidentes a dos días de la Nochebuena
A la sazón, los dos varapalos del Tribunal Constitucional al Gobierno por el EDA podrían estar detrás, en parte, de que este coquetee ahora con todo lo contrario, que es el extremo populista. Esta semana, el presidente proclamaba ante el Congreso que las familias no debían preocuparse porque la Navidad estaba garantizada. No había solidez para suspenderla, si no se hizo en 2020, un momento mucho más grave. Ahora bien, el tono garantista no casa con los retos que ómicron presenta, o con montar un encuentro de presidentes a dos días de la Nochebuena.
Pasa que el Gobierno huye de seguir anclado en la cara más negativa de la pandemia. Su objetivo es que se le asocie ya a las bondades económicas o hitos políticos de la legislatura. Fondos europeos, reformas laborales con el membrete de la patronal y sindicatos, reforma de pensiones que no moleste mucho a los boomers, leyes de alquileres, de eutanasia… Moncloa quiere el foco puesto en eso, y lo logra por la premisa de la descentralización sanitaria. A fin de cuentas, si se pusiera al frente de la pandemia, también habría críticas de injerencias por parte de las comunidades.
Por consiguiente, la mascarilla en exteriores es una forma más de tapar que, dos años después del virus, la previsión de los políticos brilla por su ausencia, y que los dilemas que presenta la pandemia son muchos. Dónde quedaron las buenas voluntades sobre extender teletrabajo, por ejemplo. Por no hablar del desabastecimiento de pruebas de antígenos o PCR en algunas comunidades, la saturación de la Atención Primaria, con médicos que a duras penas pueden avalar las bajas de sus enfermos por muchos autotests que se hagan.
Santiago Abascal afirmó que no se pondría la mascarilla, liderando una contestación que igual podría compartir hasta un criterio científico
A la postre, la medida de la mascarilla sustituye a un sentido común que ya se viene dando de forma intuitiva. No hay más que darse un paseo por las calles de España para certificarlo. Lo que añade la medida, además de ser una cortina de humo, es más sentimiento de hartazgo. Por ese motivo, Sánchez dio argumentos esta semana a la deslegitimación de ciertas medidas pandémicas, incluso, a su eventual incumplimiento. Santiago Abascal afirmó que no se pondría la mascarilla, liderando una contestación que igual podría compartir hasta un criterio científico.
Tanto es así, que el problema vendrá cuando las medidas que sí son efectivas empiecen a quedar deslegitimadas por tratar de tapar la incomodidad bajo un trozo de tela quirúrgica, huyendo de toda pedagogía, favoreciendo las pulsiones antisistema. Es decir, por quedarse transitando en la peligrosa ladera de la antipolítica.