Editorial-El Mundo
EN SU indisimulado afán por complacer las demandas de los independentistas, el Gobierno podría cruzar una peligrosa línea roja que amenaza con violentar la independencia del Poder Judicial y poner en cuestión la división de poderes, inquebrantable principio de todo Estado de derecho. Descartada por burda y antidemocrática la presión directa sobre la Fiscalía General para que impusiera directrices políticas a los cuatro fiscales del Tribunal Supremo y utilizando como ariete a la Abogacía del Estado, el Gobierno pretende cuestionar la instrucción del juez Llarena, construida sobre la base de que los encausados en el procés cometieron un delito de rebelión, que implica el uso de la violencia para «declarar la independencia de una parte del territorio nacional», como señala el artículo 472 del Código Penal.
Además, con esta decisión el Gobierno de Pedro Sánchez, a través de la reprobada ministra de Justicia Dolores Delgado, estaría cuestionando la posición que durante la fase de instrucción ha mantenido firmemente la Fiscalía del Supremo, que nunca ha dudado de que los sucesos de septiembre y octubre del año pasado son constitutivos de un claro delito de rebelión para subvertir el orden constitucional, una postura que defenderá en el escrito de acusación que va a presentar hoy en el Tribunal Supremo. El proyecto de acusación que el Gobierno encargó a los abogados del Estado opta, sin embargo, por descartar que hubiera violencia y se decanta por acotar la acusación a los delitos de malversación y sedición, que supondrían, de confirmarse en el juicio oral, penas menores para los acusados que las que contempla el delito de rebelión.
La decisión del Gobierno solo puede ser entendida como una claudicación ante el independentismo y el pago de una hipoteca. En primer lugar, porque antes de llegar a La Moncloa aupado por los votos del separatismo, Sánchez había declarado en varios medios de comunicación su convicción de que los políticos separatistas procesados habían incurrido en un claro delito de rebelión. Y en segundo lugar porque habitualmente la Abogacía del Estado se limita a defender los intereses económicos de la Administración, por lo que suele acotar sus acusaciones a los delitos de malversación. Por tanto, es doble la irresponsabilidad en la que conscientemente incurre el Gobierno de Sánchez, pagando un peaje ante el Govern rebelde de Cataluña y dando argumentos a determinados tribunales extranjeros que han intentado socavar la credibilidad del juez Llarena y con ella la del Poder Judicial español. Sánchez y Delgado están aún a tiempo de rectificar y ordenar a la Abogacía del Estado que limite su acusación a la malversación y evite un conflicto impropio de una democracia avanzada y moderna.