1.- La subestimación. Las manifestaciones del 8-M representan el pecado original de la crisis, bien por los contagios masivos que se produjeron o bien porque la propia convocatoria ilustraba la subestimación del Gobierno respecto a una epidemia que había enseñado los colmillos en Italia.
Solo 24 horas después de haberse poblado las calles de Madrid de manifestantes, la presidenta de la comunidad, Isabel Díaz Ayuso, ordenaba el cierre de las aulas y se ‘activaba’ la psicosis nacional.
2.- La improvisación. El coronavirus no ha sido una erupción repentina, ni un terremoto inesperado. Se veía venir desde el este al oeste. Y había demostrado en Italia su ferocidad. El tiempo perdido que tardó en tomarse en serio se añade a la improvisación que se precipitó después y que sigue todavía presente. Sánchez, escudado o escondido en sus expertos, nos ha llevado siempre un paso detrás. Las mascarillas son obligatorias desde hoy en el transporte público, pero Fernando Simón las consideró innecesarias hace un mes. Es solo un ejemplo.
3.- El desabastecimiento. Puede que el episodio más vergonzante de la pandemia consista en la falta de medios elementales para combatirla. Vamos con retraso en los recursos tecnológicos (aplicaciones de móviles) y mucho más lejos de lo anunciado en los test. Se explica así también la criba brutal que ha sacudido a los profesionales sanitarios. Consta que se han contagiado más de 40.000, aunque pueden ser muchísimos más —puede que el doble-, fundamentalmente porque el periodo letal de la enfermedad se afrontó sin mascarillas, EPI ni respiradores. El material no solo ha llegado tarde. Lo ha hecho a veces en estado defectuoso. Y se ha demostrado la negligencia del Gobierno para abastecerse en los ‘mercados’.
4.- La descoordinación. Tiene muy poco sentido centralizar la solución del problema y decretar el mando único para luego incurrir en un ejercicio angustioso de falta de coordinación. Es y ha sido esta una crisis caótica, respecto a la armonía logística y territorial que hubiera requerido el abastecimiento, la solidaridad autonómica en la amortiguación de los servicios sanitarios y los funerarios. Sánchez ni siquiera ha sido capaz de ordenar o coordinar su Gobierno. Las divergencias entre los ministros socialistas y los pablistas han conducido a toda suerte de rectificaciones, demoras y contradicciones. Podría entenderse la divergencia en el contexto de la política ordinaria, pero la lucha contra el coronavirus era y sigue siendo una carrera contrarreloj.
5.- El aislamiento político. La sesión parlamentaria del pasado miércoles demostraba por sí sola el aislamiento del Gobierno y explica las dudas con las que Sánchez encara la renovación del estado de alarma. Sería un error neutralizarlo ahora, pero un error enorme ha sido convertirlo en un instrumento de poder particular como defensa de la posición minoritaria. Sánchez no tiene de su lado siquiera a los socios de investidura. Tampoco cuenta entre sus filas a todos los presidentes autonómicos socialistas. Ha preferido un modelo cesarista, ideológico, en lugar de tratar la crisis como un problema de Estado en cuyas soluciones debía haberse involucrado a la oposición, independientemente de la hostilidad de Pablo Casado.
6.- La ‘doctrina’ económica. Tanto vale el aislamiento político para extrapolarlo al aislamiento en la gestión de la crisis económica. El enfoque ideológico-asistencialista ha creado enemigos insólitos entre los grandes y pequeños empresarios. Permanecen los autónomos desamparados. Y nunca se han establecido las condiciones de un diálogo social. Ha prevalecido un modelo paternalista, como si España tuviera el petróleo de Noruega. España sufre la crisis económica mucho más que sus vecinos. Por el modelo… y por la gestión del modelo. Con casi un 10% de caída del PIB y un 10% de paro —son las proyecciones oficiales del porvenir—, no hay presidente que resista en el poder, aunque Sánchez se jacte de sus siete vidas.
7.- El paternalismo-narcisismo. Paternalismo económico, decíamos. Y paternalismo conceptual. Sánchez ha convertido la crisis en una dramaturgia política que convierte al Gobierno en sabios adultos y a los adultos en niños. Se nos ha tratado infantilmente desde el principio, como si no pudiéramos entender la verdad. O como si debiéramos asimilarla en dosis homeopáticas. Las homilías sabatinas, el lenguaje militar y el egocentrismo han perfilado una perspectiva narcisista. Ya conocíamos la egolatría de Sánchez, pero esperábamos una versión más aseada durante la catástrofe.
8.-Confusión. Ocupa el octavo lugar de la lista, pero no por razones jerárquicas. Podría estar en cabeza. La opacidad del Gobierno en la manera de explicarse, la ambigüedad de las comparecencias, la improvisación, los desmentidos, las aclaraciones, las rectificaciones, han engendrado un estado confusional cuya expresión definitiva acaso sea el manual de supervivencia de las cuatro fases, no ya insatisfactorio y polémico, sino muchas veces indescifrable, y sometido a un código de comportamiento provincial que sirve de pretexto al control central de la crisis. No es fácil cumplir las normas cuando no se sabe cuáles son.
9.- La propaganda. Fue Tezanos quien lanzó el globo sonda y quien exploró la sensibilidad de la opinión pública a un estado de excepción informativo. Sánchez es consciente de la debilidad estructural y financiera de la prensa, como también sabe de la mansedumbre de la sociedad en un estado de sugestión y de ‘shock’. Es la perspectiva de la que intenta crear —y a veces consigue— un régimen propagandístico-mediático que convierte los bulos ajenos en delito y los bulos propios en dogma. Se amañan las ruedas de prensa. Se okupan los medios públicos. Y se genera un estado de opinión que intenta convertir las mascarillas en mordazas, como si los reproches al Gobierno equivalieran a un ejercicio de traición a la patria.
10.- El autoritarismo. El estado de alarma obedece a las medidas excepcionales de una pandemia que requiere el control de los movimientos, pero Sánchez tanto lo ha convertido en un instrumento de supervivencia política como en la pantalla de un estado de excepción. Proliferan los juristas que rechazan los excesos sancionadores, las competencias asumidas y los derechos y libertades cuestionados. Ha quedado suspendida la plenitud de la democracia más lejos de lo necesario y más tiempo del tolerable (¿julio?). La excepcionalidad exigía más honestidad con los poderes y más sensibilidad con los contrapoderes —del Parlamento a la prensa, de los jueces a las instituciones—, pero nunca como ahora Sánchez ha sentido en su cabeza la corona de laureles. Le conviene, por la misma razón, evitar cualquier desplazamiento al Senado en los idus de mayo.