El miedo, la falta de diagnóstico adecuado, el retraso en definir el terrorismo como lo que es y a los criminales como tales, el rechazo que provocaban las primeras víctimas en unos creadores ladeados a la izquierda… El miedo. Ahora que se ve que una película sobre ETA da audiencia, repercusión y dinero, quizá se lancen a contarnos en cine nuestra historia reciente.
C ómo es posible que se haya tardado tanto tiempo en hacer películas sobre las nefastas consecuencias para las vidas que ha tenido el terrorismo de ETA? ¿Cómo se explica que de entre la gran cantidad de historias reales provocadas por el terrorismo, con enorme potencia narrativa cinematográfica, no se hayan contado bastantes más en imágenes? ¿Qué ha pasado para explicar este retraso en narrar en el cine lo que contaban con profusión los periódicos y las televisiones desde hacía tiempo?
Las razones son varias; la primera, el miedo. El miedo ha tenido un efecto paralizante, también entre los creadores. Era más fácil hacer una película en la que se mostrara a los etarras como bandidos buenos (‘La fuga de Segovia’) que contar, aun en clave de ficción, el paisaje de muerte y espanto que provocaban los terroristas. Además del miedo, es evidente que no siempre hemos visto el terrorismo como lo percibimos hoy. Han tenido que pasar muchos muertos para que se estableciera la idea de que el terrorismo es algo intrínsecamente perverso, para que los criminales no fueran vistos como unos héroes, más o menos equivocados en algunos de sus métodos, y para saber que las víctimas no eran, en absoluto, merecedoras de su muerte porque algo habrían hecho.
Antes de llegar a películas como ‘Todos estamos invitados’, en la que Manuel Gutiérrez Aragón narra el miedo, las miradas y la grasa que envuelve todavía a buena parte de nuestra sociedad, hubo otras en las que había aún un deje de fascinación por los criminales (‘Días contados’). Estoy hablando de películas de ficción, no de documentales, en los que, a pesar del retraso, sí ha habido ejemplos notables de cintas que denunciaban la crudeza de la muerte, narraban sus secuelas y daban voz a las víctimas (‘Asesinato en febrero’ o ‘Trece entre mil’).
El caso es que cuando uno contaba, de viva voz o en un libro, cómo había sido un atentado, o narraba los pliegues del miedo, o hablaba de los detalles del horror sembrado por los criminales, la gente casi podía ver en imágenes ese relato oral que luego era imposible encontrar en un cine. Historias calientes, que estaban esperando a ser contadas y que no eran llevadas a la pantalla por miedo, sí; también quizá por el pudor que daba filmar algo de lo que todo el mundo tenía ya construida una imagen: la que se daba en las televisiones. Aún hoy alguna de la cintas casi recién rodadas se han encontrado con actores vascos que no querían hacer determinado personaje «porque yo vivo aquí», o de otros que se negaban en redondo a trabajar -no por miedo, sí por estar más cerca de los que pegan los tiros-, y otros, en fin, que protestaban por determinadas escenas, alegando que «las cosas no eran así».
No sólo en el cine, también en la narrativa, si exceptuamos el singular, talentoso y ejemplar caso de Raúl Guerra Garrido ( ‘Cacereño’, ‘La Carta’, ‘Lectura insólita del Capital’, etcétera) hemos tenido que llegar a 2006 para encontrar esa joya imprescindible que son ‘Los peces de la amargura’, donde Fernando Aramburu consigue que nos mojemos bajo el sirimiri. De acuerdo en que hace falta un tiempo desde que ocurren los hechos hasta que estos son narrados en un formato que no sea el periódico, de acuerdo en que un creador cinematográfico que se base en la ficción no puede hacer documentales propios del, por otra parte, modélico ‘Informe Semanal’. Pero entendida esa falta de automatismo entre realidad y creación, todos sabemos que las buenas películas de ficción están plagadas de realidad y aquí sabemos que nuestra realidad -la de la muerte, el odio y el miedo- nos ha dado, por desgracia, películas prácticamente hechas, en las que la sangre, los personajes y los escenarios eran tan reales como la muerte irreversible.
El miedo, la falta de diagnóstico adecuado, el retraso en definir el terrorismo como lo que es, la tardía percepción de los criminales como tales, el rechazo que provocaban las primeras víctimas en unos creadores en su mayoría ladeados a la izquierda… El miedo. Ahora que hay productores que han visto que una película sobre ETA y contra ETA da audiencia, tremenda repercusión y algo de dinero, es posible que, así espoleados, otros productores y directores, hasta ahora durmientes, se lancen a contarnos en cine lo que ha sido nuestra historia reciente. Si una buena película llega más que mil libros de ensayo, si una película puede conmover, servir para entendernos a nosotros mismos, saber qué nos ha pasado y cómo hemos podido llegar a esto, podemos concluir que esa película está aún por hacer. Materia prima no falta.
Sabemos más de la historia de EE UU, desde el ferrocarril, los pioneros, la Guerra de Vietnam o la Mafia, que de nuestra propia historia. En tiempos de memoria histórica no estaría nada mal que hiciéramos un poco de historia, que hagamos un poco de memoria y que nos contemos a nosotros mismos y al resto del mundo cómo hemos llegado a esto.
José María Calleja, EL DIARIO VASCO, 24/9/2008