JUAN CARLOS GIRAUTA, ABC 29/04/14
· Todos los personajes públicos catalanes incómodos al nacionalismo catalán saben muy bien de qué está hablando Navarro.
EL rufianismo político va imponiendo sus maneras al ritmo de nuestra degeneración democrática. Dos asuntos recientes delatan un peligro de descomposición que solo se salvará con la ley. No necesito buscar muletas y escribir «una ley que se cumpla», pues eso va de suyo; en otro caso no sería ley. Son los dos asuntos: la agresión física al líder de los socialistas catalanes y el calvario de señalamientos, insultos, calumnias y burlas que padece a diario mi querido Hermann Tertsch, vecino de columna. Una infamia nacionalista y otra progre (no confundir con izquierdista, y mucho menos con progresista).
Porque es en esos dos espacios acanallados, dotado cada uno de medios de masas privados y públicos, donde se incuba el huevo de la serpiente. Allá donde la ley ha dejado de contar, allá donde la ley es el problema y donde todo es siempre culpa de otro, allá donde el mundo es simplicísimo y está formado por amigos y enemigos, allá donde no cabe el matiz e impera la consigna, allá donde no se soporta la discrepancia reaparecerán fatalmente los peores fantasmas de la intolerancia.
Esa catástrofe está sucediendo en España por diversas razones: hay zonas, como mi pobre Cataluña, donde la pedagogía política consiste en presentar las leyes, empezando por la suprema, como trabas; las sentencias judiciales como ataques; ambas como injustos obstáculos que nos separan de la verdadera democracia. Conviene no engañarse: una vez las elites transmiten tal mensaje de forma concertada, sistemática, la destrucción no se detiene y acaba afectando a todo el sistema. Las clases política y mediática del nacionalismo han enseñado al pueblo (ese subterfugio) que la Constitución no nos concierne, que es cosa ajena y extraña; que el Tribunal Constitucional es una banda de agitadores anticatalanes (Turull, portavoz de CiU, dixit) ; que en España no hay nada que hacer, que un nuevo Estado se va a fundar quieras que no.
El mismo desprecio a las normas, el mismo frívolo adanismo, la misma maldita manía del hostigar al adversario personalmente, de invadir su privacidad, de cosificar al discrepante, mancha al progrerío, esa parte de la izquierda española consagrada a la fabricación y difusión de prejuicios que suplantan el pensamiento, la crítica, la reflexión y el debate. En ambos casos subyace una sensación de superioridad moral que, desde fuera, parece absolutamente injustificada. Y seguramente muy placentera desde dentro. La miseria moral del nacionalismo impide a los afectados (incluyendo las más altas instancias locales) condenar sin más que a un líder político le arreen un puñetazo por la calle.
Cuando se condena la violencia, se condena sin más. No se contextualiza, ni se invocan supuestas violencias simétricas, ni se aprovecha la tesitura para discrepar de la víctima. Pere Navarro sabe y denuncia el origen de la crispación catalana, y ha establecido un nexo entre la atmósfera del «proceso soberanista» y la agresión, en la que halla motivos ideológicos. Todos los personajes públicos catalanes incómodos al nacionalismo catalán saben muy bien de qué está hablando Navarro cuando nos informa de «las miradas de odio», de los insultos por la calle, de las amenazas constantes. Ciudadanos, PP, PSC o UPyD no pueden actuar en Cataluña con la tranquilidad de que gozan quienes se empeñan en negar esta realidad, incluso a la hora de condenar una agresión: CiU, ERC, ICV.
En la otra zona de excepción democrática, que no es geográfica sino puramente ideológica, no tienen bastante con linchar a Hermann semanalmente. Ahora señalan la puerta de su casa, hacen mofa de una convalecencia hospitalaria, tuercen sus palabras, están obsesionados con él. Permitiendo estos abusos, o riéndolos, condenaremos la convivencia.
JUAN CARLOS GIRAUTA, ABC 29/04/14