Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Eramos más pobres de lo que creíamos pero nos endeudábamos sin miedo, pensando que nunca iba a venir la factura. Que podíamos trabajar menos años, menos horas, ser menos competitivos. Y que podíamos ahorrarnos reformas difíciles: de las administraciones, del mercado laboral, de la enseñanza, de la universidad.
Son muchos los peligros que acechan a las democracias occidentales, y el de la complejidad del mundo en el que vivimos no es el menor: tanto en los campos estrictamente científicos, pero que inciden cada vez más en el día a día de nuestras vidas, como en el campo de la economía y de las finanzas, la complejidad ha llegado a ser tan grande que la mayoría de los políticos, por no decir todos, se encuentran desnudos y vendidos.
En este contexto le viene a uno la memoria de su juventud, cuando un tal Paolo Freire era citado con entusiasmo porque nos enseñaba que estar alfabetizado no consistía en saber leer y escribir, y en dominar las cuatro operaciones aritméticas básicas, sino sobre todo en alcanzar un pensamiento capaz de diferenciar, capaz de matices y de huir de las clasificaciones simples y sencillas.
Frente a la complejidad creciente, sin embargo, y de la mano de publicistas y especialistas en marketing, los políticos han aprendido a responder con frases cortas, con mensajes simples, sin matices, con clasificaciones aparentemente evidentes. Lo que daría, por ejemplo, el presidente Zapatero si pudiera decir, como dice su ministra Aído hablando de la nueva ley del aborto -la ciencia ha dicho que hasta la semana catorce no hay ser humano en el vientre materno- que la ciencia económica ha dicho que hay congelar las pensiones: ‘Roma -scientia- locuta, causa finita’; Roma, la ciencia, ha hablado, se acabó el debate.
Pero no hay tal, ni siquiera en el caso en el que se refugia la ministra. La ciencia no sirve para reducir la complejidad de los problemas. Y la política no puede volver a los viejos tiempos de los dogmas, sean religiosos, ideológicos o de otro tipo. La complejidad de los problemas casa mal con la simplicidad de los dogmas.
No carguemos, sin embargo, toda la responsabilidad en los políticos, porque éstos no hacen más que reflejar lo que los ciudadanos de a pie nos estamos acostumbrando a vivir: reducir la complejidad de los problemas a fórmulas simples. El populismo y la demagogia de los políticos se corresponden con la necesidad de los ciudadanos de creer en cosas simples y sencillas, fáciles de entender y de clasificar. No hace falta recordar a Freire, mejor olvidarlo y enterrarlo.
Si la globalización nos causa problemas, rápidamente vendrá alguien a decirnos que tranquilos, que a la globalización la acompaña necesariamente la revalorización de lo local, que a lo desconocido le acompaña la revalorización de lo que nos es conocido desde siempre. Tranquilidad. Hasta tenemos una nueva palabra para seguir como siempre: glocalización. Conjuramos el miedo de lo que nos es desconocido y nos causa problemas nombrándolo. Ya está.
Si la crisis financiera de hace dos años nos cogió por sorpresa y la mayoría seguimos sin ser capaces de explicarnos lo que realmente sucedió, ahora nos ha venido encima otra crisis, más cercana ésta, que nos afecta directamente, que no podemos explicarla diciendo que viene de fuera, que es extraña a nosotros. Ahora es Grecia, es la Unión Europea, es el euro y es España, nuestra economía, nuestra bolsa, nuestros puestos de trabajo, nuestras pensiones, nuestra deuda las que se encuentran con problemas.
Y ya empezamos a escuchar las proclamas que nos prometen la solución: son los especuladores los culpables de lo que sucede. No somos nosotros, ni hemos incurrido nosotros en algo que sea causante de lo que nos sucede. Es la avaricia de unos seres oscuros que se encuentran en lugares que ni tienen nombre en español, en Wall Street y en la City de Londres, y que trabajan con instrumentos que tampoco se pueden nombrar en español: ‘hedge funds’, ‘private equity’. Están llenos de misterio y de poderes ocultos. Pueden destrozar economías completas con sólo mirar de reojo un ordenador, pueden condenar a la pobreza a países enteros sólo con manejos de instrumentos financieros como CDS (‘credit default swaps’) o ‘shorts’ (posiciones cortas) en la bolsa.
Es preciso ponerles la mano encima, regularlos, hacerlos transparentes, exigirles pasaporte, carné de identidad, certificado de buena conducta, prohibirles algunos de los instrumentos que usan. Y además es preciso gravarles con impuestos para que no sean siempre los perdedores los que pagan impuestos. Y además, en lugar de recortar el sueldo de los funcionarios y congelar las pensiones, es preciso subir los impuestos a los que más ganan, a los que más tienen.
Cierto: es necesaria una buena regulación de los instrumentos financieros que han surgido en los últimos años. No todas las innovaciones son siempre buenas, y todas requieren de una buena regulación, que no es lo mismo que más regulación. Cierto: si los riesgos sistémicos son cada vez mayores y el dinero de los que pagan impuestos es necesario para solventar las crisis, será bueno y necesario crear fondos a tiempo para nutrir la bolsa que sirvan para hacer frente a la próxima crisis, sean nuevos impuestos, sean tasas, sean aportaciones de las empresas financieras. Siendo siempre conscientes de que cada una de estas medidas tiene consecuencias, muchas veces indeseadas y contrarias a la intención original.
Pero sobre todo es cierto que, aunque se lleve a cabo todo eso, no nos debemos engañar: hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, nos estábamos comiendo el pan de nuestros hijos y nietos, éramos más pobres de lo que creíamos pero nos endeudábamos sin miedo. El Estado, todas las administraciones, las empresas, financieras y otras, las familias, todos. Pensando que nunca iba a venir la factura. Y además creíamos que nos podíamos permitir el lujo de trabajar menos años, menos horas, con más coste que nuestros competidores, es decir, ser menos productivos y menos competitivos. Y además, que nos podíamos ahorrar algunas reformas difíciles: de las administraciones, del mercado laboral, de la enseñanza, de la universidad, porque alguien ya pagaría por nosotros.
Pero lo que ha sucedido es que en lugar de que alguien pague por nosotros, alguien nos está cobrando un sobrecoste por nuestra irresponsabilidad.
Joseba Arregi, EL DIARIO VASCO, 28/5/2010