EL MUNDO 28/01/14
ARCADI ESPADA
Se discute si una Infanta de España ha de atravesar a cuerpo gentil una rampita mallorquina a fin y efecto de que los fotógrafos inmortalicen su rostro en el que va a ser, probablemente, uno de los días más incómodos de su vida. Una asociación de jueces, la Francisco de Vitoria, defiende que a la Infanta se le evite ese trato. Sus argumentos son correctos —la igualdad es de puertas «para dentro» no de puertas «para fuera», siendo dentro el juzgado y fuera la calle—, aunque vale la pena desarrollarlos críticamente.
La desigualdad principal de la Infanta respecto a los que querrían apostarse en la rampita para lanzarle unos cariños es que ella sale en los telediarios, y desde mucho antes de que se le descubrieran presuntos negocios sucios a su marido, duque de Palma y yerno del Rey. Hasta tal punto eso es verdad que la inmensa mayoría de los que se apostan lo hacen para ver si les toca un lengüetazo de cámara en la cara que se la deje brillante durante una semana. Por el telediario aparecen muy pocas personas, si comparamos su número con el del conjunto de la población. Aunque, qué duda cabe, ese número aumenta a buen ritmo. Un asunto como el del barrio ese burgalés del que ya he olvidado el nombre se explica mucho menos por la crisis, el malestar y otras metáforas que por el telediario de la noche. El telediario se ha convertido en un formidable consolador social. Naturalmente que hay personas más ricas que otras y personas cuya vida intolerable hace enrojecer al conjunto de la especie. Lo curioso es lo que hacen con estas últimas los chicos de izquierdas que gobiernan algunos telediarios: descartada la revolución, que hace pupa, y desprestigiada la lenta y plúmbea democracia, las consuelan con unos enfáticos e insurgentes minutillos de fama: seguirán sin tener calefacción, pero al menos se habrán quedado calentitas por un rato. Como el share, por cierto, inflamado al más leve contacto con el erotismo de la miseria.
Se deduce, pues, que el telediario es la cúspide de nuestra sociedad y que sus infantes principales tienen unas ciertas obligaciones con la audiencia, lo que se llamaba pueblo. Si durante toda la vida los filmaron entre mieles bien se puede pagar un minutillo de hieles. Ahora bien; que no se invoque para ello la igualdad ante la ley ni cosa parecida. Los pobres pobres ni pena de telediario pueden pagar –¡y bien que la querrían rampita arriba!