Ignacio Camacho-ABC
- Con la campaña de Navidad encima, la realidad es que las medidas que mejor han funcionado son las restrictivas
A estas alturas de la pandemia hay pocas cosas más absurdas que las recomendaciones precautorias de los Gobiernos. Si algo ha quedado demostrado es que una parte importante de la población, incluso en los países de disciplina más calvinista, sólo acata lo que se le prohíbe o se le ordena, y una porción pequeña pero significativa ni siquiera se da por aludida. La capacidad de contagio del virus vuelve irrelevante la discusión cuantitativa sobre el comportamiento de las mayorías: basta una fracción minoritaria para provocar una transmisión de características exponenciales. A esta cuestión de psicología individual y colectiva -la calle como forma de vida- se suma la crisis de liderazgo de las autoridades. Los políticos no se atreven a recriminar la conducta de los ciudadanos irresponsables porque en cada uno de ellos ven a un cliente, es decir, a un votante, y éste a su vez encuentra en la falta de ejemplaridad de los agentes públicos una vía de escape, una coartada moral con la que justificarse. La gente ha aprendido de sus representantes la costumbre de buscar, señalar y hasta inventar culpables.
Con la campaña de Navidad encima, la realidad es que las medidas que mejor han servido -también en Madrid, aunque más ponderadas- son las restrictivas. A costa de un desplome económico y social que ha dejado a sectores enteros al borde de la asfixia cuando no los ha precipitado directamente en la ruina. Casi toda Europa vive en la misma preocupante encrucijada, agravada en España por la trascendencia de la economía de contacto en la actividad productiva. También hemos sufrido en mayor grado la incompetencia negligente de un poder obsesionado en un «relato» con el que exculparse de su propio caos, que ha alternado la sobreactuación con la ocultación y el engaño y que sólo ha salido de la galbana para acudir a un abusivo intervencionismo autoritario. De tal modo que ahora que el Ejecutivo se debate en la disyuntiva entre cerrar o abrir la mano le pesa la falta de credibilidad que ha acumulado al desoír los indicios de marzo, precipitar la desescalada en verano y llegar al otoño sin un plan claro.
El último invento, la cogobernanza discrecional, presagia un nuevo conflicto, un pulso entre el Gobierno y las autonomías con sus diferentes criterios sobre las reuniones familiares, la movilidad interregional y los horarios de la hostelería y el comercio. Las aglomeraciones del alumbrado navideño hacen temer que la esperanzadora tendencia de la infección se disipe o pierda efecto. Y quizá sea demasiado tarde para pedir a la sociedad el esfuerzo de protegerse bajo su cuenta y riesgo. El miedo no funciona; ni las aún desoladoras cifras cotidianas de muertos imponen ya respeto. Otro error de cálculo o de planteamiento desembocará en una tercera oleada en enero. Y la vacuna no servirá de remedio a los que no lleguen a recibirla a tiempo.