En cuanto a los motivos que tienen que ver con la pacificación, se ha afirmado, con razón, que la izquierda abertzale tiene aún un largo trecho por recorrer en este terreno. Exigirle que solicite formalmente a ETA el cese definitivo de su actividad no sería, por tanto, una condición exagerada para ser permisivos o cerrar alianzas con ella. Constituiría, por el contrario, una invitación a que despeje de una vez la sospecha que el propio Tribunal Constitucional ha dejado sobrevolar sobre ella.
La participación de la izquierda abertzale en las elecciones y los resultados que en ellas ha obtenido plantean un serio problema a los demás partidos. No me refiero, por demasiado obvio, a la merma de representación que todos han sufrido por el mero hecho de tener que dividir la misma tarta entre más comensales. Pienso, más bien, en cómo van a abordar los pactos postelectorales con la presencia de un interlocutor que hasta ahora no había contado en las negociaciones, bien porque, tras su ilegalización, no existía; bien porque, aunque existiera por no haber sido aún ilegalizado, no podía ser tenido en cuenta por su patente connivencia con el terrorismo.
Ante el problema se han propuesto algunas soluciones que, por su extremismo simplista, no son ni las más acertadas en sí mismas ni las más entendibles para la gente. Se ha dicho, de un lado, que la nueva coalición debe necesariamente ser excluida, allá donde sea posible, del gobierno de las instituciones y que, para ello, deben formarse frentes de exclusión entre el resto de los partidos. De nada valdría, para quienes así piensan, la última sentencia del Tribunal Constitucional, por la que se concede amparo a los que recurrieron el auto condenatorio del Supremo. Del otro lado, se ha defendido que, a raíz de la citada sentencia, la nueva coalición ha quedado convertida, ipso facto, en un agente político más -como cualquier otro, suele decirse- y que, en cuanto tal, debe ser admitida sin más en los pactos y, en su caso, en gobiernos de aquellas instituciones en las que su representación lo permita.
Ahora bien, si la primera postura se queda evidentemente corta respecto de la sentencia del más alto tribunal, hasta el punto de proceder como si ésta no se hubiera dictado, la segunda va mucho más allá de lo que la sentencia dice. Así, aunque de la admisión del recurso de amparo ha de concluirse que la nueva coalición puede incorporarse sin traba legal alguna al gobierno de las instituciones, de ningún modo cabe inferir de ella ni que aquella sea un partido como cualquier otro ni que como tal deba ser tratada en las negociaciones y acuerdos que dan acceso a tal incorporación efectiva. Por el contrario, aunque el TC haya dictaminado que la «simple sospecha» no es suficiente para «excluir a nadie del pleno ejercicio de su derecho fundamental de participación política», no ha negado en absoluto que tal sospecha exista en este caso concreto, sino que reconoce, más bien, que puede «quedar confirmada en el futuro» y que, de confirmarse, los tribunales podrán intervenir ‘a posteriori’ con la «panoplia de instrumentos de control de que se ha dotado… nuestro ordenamiento». No estamos, por tanto, ante un partido libre -como cualquier otro- de toda sospecha.
Según esto, a la política le toca moverse ahora, tras el fallo del Constitucional, en ese amplio espacio que queda delimitado por los márgenes de la legalidad, de un lado, y de la oportunidad, de otro. Es el espacio que podría llamarse de la legitimidad o de la razonabilidad. En tal espacio, a no ser que se aporten motivos razonables en contra, tan legítimo sería concluir pactos que excluyan a la coalición de los gobiernos a los que por sus votos habría podido acceder como que se le permita acceder a ellos o incluso se le ayude a hacerlo mediante alianzas o acuerdos.
Entre los motivos razonables que harían legítima esta segunda opción de la permisividad está sin duda el de la claridad con que la voluntad popular se haya expresado. Muy fuertes y convincentes tendrían que ser, en efecto, los argumentos en contra de la permisividad allá donde las urnas hayan ofrecido un dictamen inapelable de cuál es la voluntad del electorado. Si aquellos se esgrimieran, a riesgo de crear mayores problemas de los que se pretendería resolver, serían idénticos a los motivos que, del lado opuesto, harían razonable y legítima la opción de la exclusión. Dos han sido los que se han puesto sobre la mesa, más allá de los que hemos descalificado al principio por extremistas y simplistas. El primero tiene que ver con el programa; el segundo, con la consolidación de las expectativas de un pronto final del terrorismo.
Respecto de los motivos que se refieren al programa, la izquierda abertzale se ha movido hasta hoy en los márgenes del sistema. Más allá de su afirmación nacional, sus propuestas programáticas se han articulado por lo general a la contra de lo que los partidos tradicionales, de izquierda o de derecha, han defendido. No resulta, por tanto, ilegítimo ni poco razonable, desde la perspectiva de éstos, argüir, o bien que permitir a la nueva coalición abertzale el acceso al gobierno de algunas instituciones equivale a paralizar proyectos que se han declarado esenciales para el país, o bien que no se da con ella coincidencia alguna programática que justifique un pacto.
En cuanto a los motivos que tienen que ver con la pacificación, se ha afirmado, con razón, que la izquierda abertzale tiene aún un largo trecho por recorrer en este terreno. Exigirle que solicite formalmente a ETA el cese definitivo de su actividad no sería, por tanto, una condición exagerada para ser permisivos o cerrar alianzas con ella. Constituiría, por el contrario, una invitación a que despeje de una vez la sospecha que el propio Tribunal Constitucional ha dejado sobrevolar sobre ella.
Nadie crea, sin embargo, que las opciones alternativas de inclusión o exclusión van a adoptarlas los partidos al hilo de razonamientos del tipo de los que aquí se han expuesto. Por desgracia, será el cálculo y no el pensamiento, el interés y no la razón, lo que se trasluzca detrás de la opción que cada uno adopte. Y el ciudadano, en lugar de asentir a lo que podría presentársele como legítimo y razonable, se irá convencido de que el trapicheo del político se ha impuesto, una vez más, a la voluntad de la gente.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 29/5/2011