PALOMA DE LA NUEZ-ABC

  • La ley ha dejado de ser «la razón desprovista de pasión», que decía Aristóteles

Una de las manifestaciones de la degradación de la conversación pública en nuestras democracias liberales consiste en la sustitución del debate político basado en argumentos racionales por la apelación a los sentimientos de cada cual, como si estos fueran los que legitiman cualquier decisión o postura política que se adopte, dando por hecho que los sentimientos no pueden ser sometidos a escrutinio racional alguno, por lo que toda discusión sobre los mismos sería inútil. Algo que ocurre no sólo entre nuestros representantes políticos, sino incluso entre los ciudadanos, muchos de los cuales asumen que no merece la pena discutir de asuntos políticos con colegas, amigos o incluso familiares, dado que no van a cambiar de opinión independientemente de los argumentos que se esgriman. Apenas se cree que alguien esté dispuesto a reconocer que pueda estar equivocado, y mucho menos que se plantee revisar sus creencias llegado el caso o que las someta al escrutinio crítico que sí aplica a otros.

De hecho, a menudo parece que las personas se aferran a sus ideas políticas como si fueran creencias religiosas; como si el declive del fervor religioso hubiera sido sustituido por el celo político, y si las ideas políticas se convierten en ideas-creencia que no se cuestionan, a ellas se les debe, sobre todo, nuestra lealtad. Ya no importa que los discursos de los políticos no se ajusten a la realidad o a los hechos más evidentes, o a lo que uno escribió y apoyó apenas unos días antes y que ha quedado registrado a la vista de todos. Aunque nuestros representantes políticos hagan exactamente lo contrario de lo que dijeron o prometieron, se les seguirá siendo fieles en aras de una lealtad emocional mal entendida.

Probablemente, esta situación no sea ajena a la revalorización de las emociones, sentimientos y afectos en la vida política, en detrimento de la razón que, sin embargo, para los ilustrados del siglo XVIII y sus herederos liberales constituía una preciada conquista frente a la ignorancia, pasiones y prejuicios tan comunes en el Antiguo Régimen y que tanto sufrimiento habían provocado. Precisamente, los pensadores y políticos reformistas veían en el racionalismo bien entendido, así como en el conocimiento, los instrumentos adecuados para luchar contra la corrupción y la injusticia. Y en gran parte, en esos pilares descansa la democracia.

Sin embargo, lo que antes se consideraba un signo de madurez cívica y política, la superioridad del ‘logos’ como manifestación de lo propiamente humano, ya no se entiende así. Al contrario, ahora se afirma que para comprender mejor fenómenos como el populismo, el nacionalismo, las políticas de identidad o las relacionadas con el reconocimiento de la diversidad tenemos que centrarnos en los sentimientos y emociones. La ley ha dejado de ser «la razón desprovista de pasión», que decía Aristóteles.

Evidentemente todo esto tiene repercusiones negativas para la calidad de la democracia liberal, que siempre ha creído en la necesidad de aplicar la razón a las cuestiones políticas. Entre otras cosas porque, aunque es indudable que no se puede separar tajantemente razón y emoción y que las ideologías contienen también factores inconscientes y emocionales, no olvidemos que –como indican algunos neurólogos de la talla de Antonio Damasio– la mente emocional es más infantil y se centra mucho más en lo que confirma nuestras creencias, dejando al margen los matices y aquello que es contrario a lo que el individuo desea creer. Si además añadimos a eso la influencia de las nuevas tecnologías que apelan más a la emoción que a la razón, las consecuencias para la vida política pueden ser muy graves. Una nueva esfera pública que exacerba las emociones en detrimento del análisis riguroso, lento y racional hace que la opinión pública ya no atienda a razones.

Sin embargo, en una democracia que se precie no se puede prescindir del debate racional sobre las ideas y los conceptos políticos porque son poderosos y tienen consecuencias. No se les puede separar de la acción política ni de las políticas públicas. Las ideas, las ideologías, pueden tener un enorme impacto sobre el destino de los Estados.

Pensemos, por ejemplo, en el concepto de nación y recordemos que –como escribiera lord Acton–, las ideas que un país abriga sobre su historia moldean su futuro y dirigen su conducta. Pues bien, si determinadas ideas sobre la nacionalidad convierten un sentimiento en demanda política, podrían incluso subvertir las instituciones. De ahí la urgente necesidad de debatir sobre esas emociones (a veces dañinas y fácilmente manipulables) y tratar de gestionarlas racionalmente, máxime cuando distorsionan la percepción de la realidad y transmiten ideas falsas o subversivas respecto a las leyes, personas o instituciones.

Como ha escrito el profesor emérito de Oxford Michael Freeden, producimos y consumimos ideas e ideologías constantemente, por lo que deberíamos interesarnos en cómo se forman, cómo interactúan y cuáles son sus consecuencias. Para este profesor inglés, «pensar políticamente», es decir, pensar sobre cómo vivir una vida colectiva y sobre qué planes pergeñar para la sociedad del futuro, es también una actividad social. Un tipo de acción política de carácter cotidiano que debería exigir a los políticos que justifiquen sus decisiones y políticas públicas de manera que puedan ser comprendidas por todos los miembros de la sociedad. Es decir, en términos racionales.

Probablemente, muchos consideren todo esto como un esfuerzo que no desean asumir. Pero quizás habría que entenderlo no solo como un deber cívico, sino como una actividad placentera. Es decir, deberíamos recuperar, tanto en la vida política como en la privada, el hábito de manifestar con respeto y cordialidad opiniones diferentes basadas, sobre todo, en la racionalidad de los argumentos, su coherencia y buen sentido. Porque la amistad ciudadana de la que hablaban los antiguos griegos –el mismo Sócrates se planteaba la filosofía como una suerte de conversación donde se expresan diferentes opiniones–, implica también esa sabia disposición a dejarnos persuadir si se nos ha convencido: lo propio de las sociedades abiertas en las que no se teme al debate ni a la crítica racional, y en las que se pueden llevar a cabo proyectos de vida racionales, inteligentes y honestos, en palabras de John Rawls.