En El Planeta de los Simios en que ha devenido España, a base de ver, oír y callar hasta que la gente se ha plantado con un multitudinario “¡Basta ya!” contra los enemigos de la nación y de la democracia, se hace realidad la escena final de esta joya del cine de ciencia ficción. Justo cuando el astronauta Taylor cabalga por una playa tras desembarazarse de unos monos inteligentes que lo apresaron en un paraje de pobladores humanos esclavizados por antropoides a causa del aterrizaje forzoso de su nave. De pronto, una oscura mole le hace entrar en shock y que resulta ser la Estatua de la Libertad derruida entre las rocas del mar. Ello le percata de que el planeta de los simios es la Tierra barbarizada por los monos. Espantado grita: “¡Maniáticos! ¡La habéis destruido! ¡Yo os maldigo a todos!”. Con la mirada rota por la escombrada escultura que la Francia de la “Liberté, Egalité, Fraternité” donó a EEUU en el centenario de su independencia, el personaje de Charlton Heston se pregunta cómo sus estúpidos congéneres han consentido autodestruirse arrollando su libertad y su progreso. En un pergamino, habría hallado la respuesta de un filósofo y diputado británico del siglo XVIII, Edmund Burke, tan citado como desoído: “Para que el mal triunfe sólo precisa que los hombres buenos no hagan nada”.
Como la realidad imita al arte, sin aguardar al año 3.978 del filme, este país de los simios ya principió en la antaño democracia de la rica Venezuela del “aquí eso no puede pasar” en la que el golpista indultado Chávez plantó sus garras antropoides y sus síntomas son palpables, con el ex presidente Zapatero como gran canciller bolivariano, en la España de Sáncheztein sometida a neocomunistas y segregacionistas para que el inquilino monclovita ejerza su satrapía sobre el trozo de nación en el que los xenófobos le dejen mandar. Nadie creyó -como hogaño en España- que la “democracia más antigua y sólida de la región” trocaría en narcodictadura que exporta su modelo aquende de los mares.
En este Waterloo español, se asiste a un momento crítico tras dar su rogada venia un prófugo como el “pastelero loco” Puigdemont para que Sánchez sea investido presidente como cabeza de ratón de una coalición Frankenstein -con más partidos dentro que especies el Arca de Noé- conjurada para derogar la Constitución sin darle vela en el entierro al ciudadano y disolver la nación más antigua de Europa con sus cédulas de soberanía a los viejos señoríos feudales. Esos siete votos de Junts son siete puñales clavados en el corazón de la España constitucional. Desde la traición del conde don Julián dramatizada por Zorrilla en El puñal del godo, no se conoce felonía igual, no en vano, destapa la Caja de Pandora y esparce la semilla de la discordia al alimón con fuerzas tan desleales como bulímicas en sus apetencias de un quimérico y explosivo Estado plurinacional.
Sánchez no es hijo de la circunstancia, sino que se vale de ella -como en el Covid- para alzarse contra la legalidad desde el poder como socialistas y secesionistas en 1934 para que la derecha no gobernara
Así, en comandita con los hijos de Chávez y con el separatismo, Sánchez busca entronizarse tirano con el autogolpe en marcha -ahora desde La Moncloa y antes desde la Generalitat- que secunda la asonada catalana de 2017 contra la que él auspició la aplicación del artículo 155 de la Constitución con las reservas, según narra en su Manual de Resistencia, del indolente Rajoy. Enterrando el legado del PSOE del último medio siglo y remontarse al que abocó a la Guerra Civil, Sánchez asume los axiomas neocomunistas y segregacionistas para aferrarse al Gobierno con los españoles de rehenes. Sánchez no es hijo de la circunstancia, sino que se vale de ella -como en el Covid- para alzarse contra la legalidad desde el poder como socialistas y secesionistas en 1934 para que la derecha no gobernara.