Ignacio Camacho-ABC
- El 1-O, la Policía defendió la legalidad democrática. El domingo fue obligada a permitir un ataque a la seguridad ciudadana
Si el ministro del Interior se muestra ufano del operativo policial de la Vuelta ciclista es porque para él, como para el Gobierno en pleno, no fue un fracaso. No podía serlo puesto que el absentismo y la contemplatividad con los reventadores fueron voluntarios, fruto de una decisión política de permitir el boicot aunque incluyese –o más bien sabiendo que incluiría– actos vandálicos y miembros de las fuerzas del orden heridos o lesionados. El despliegue fue puro atrezo: centenares de guardias cruzados de brazos, por orden del mando, ante una turbulenta algarada consentida, si no planificada, para ocupar el primer plano de los telediarios con las imágenes de un motín contra Israel en el corazón de la capital del Estado.
Pero Grande-Marlaska no se conformó con declararse satisfecho de la colaboración oficial en la deliberada perturbación de la seguridad ciudadana. Comparó en sesión parlamentaria el ‘ejemplar’ papel pasivo de la gendarmería en los disturbios del domingo con las cargas que trataron de impedir hace ocho años la consulta ilegal de secesión catalana. Es decir, contrapuso la inobservancia del deber por él decretada con el cumplimiento de una misión en defensa de la legalidad democrática, que si no salió bien fue –además de por una evidente minusvaloración de las circunstancias– por causa de la inhibición de los Mozos de Escuadra, desentendidos de la prohibición judicial de la votación… cuando no dispuestos a facilitarla.
Frente al falso, sesgado relato del nacionalismo, asumido luego por la izquierda en su propia y no menos ficticia narrativa del apaciguamiento pacífico, aquel infausto 1 de octubre la Policía y la Guardia Civil fueron las únicas instituciones que estuvieron en su sitio. Las únicas que pese a su escasez de efectivos asumieron el compromiso de involucrarse con determinación en la protección del ordenamiento jurídico. A palos, sí, no siempre eficaces y no siempre bien dirigidos, pero en desempeño de la obligación constitucional de imponer la ley –o tratar de hacerlo– ante un levantamiento multitudinario de flagrante carácter subversivo. Con insuficiencia de medios y arrostrando peligro físico.
Eso es, desde luego, todo lo contrario de lo sucedido en Madrid, sólo que la diferencia enaltece a quienes decidieron, aun tarde y mal, enviar a los cuerpos del Estado a sofocar la revuelta. A éstos cabe reprocharles el ‘Piolín’, los graves errores de cálculo y demás conocidas y lamentables deficiencias, pero al menos intentaron evitar la comisión de un delito en vez de darle cobertura con una simulación farisea. En un caso, el Ejecutivo de Sánchez acabó indultando primero y amnistiando luego las condenas; en el otro, ha renunciado a su derecho y su responsabilidad de ejercer el monopolio de la violencia. En una sociedad de valores cívicos correctos no habría dudas sobre qué autoridades deberían sentir vergüenza.