- Cuando no se rectifica en lo menor, jamás se corrige lo mayor
No había muchas dudas sobre la falta de ganas y de capacidad del Gobierno para rectificarse, moderarse o disimular un poco, al menos en esas carreteras secundarias por donde circula también la política que pueden utilizarse para demostrar un poco de falsa humildad.
No se iba a bajar Sánchez del burro del cupo catalán, básicamente porque si no abona ese impuesto revolucionario dejaría de ser presidente, el puesto que alcanzó satisfaciendo otros chantajes previos.
Ahora el asunto es ver cómo saca más dinero de otros lados a los millones de propietarios de un Dacia Sandero, tratados como ricachones usuarios de un Lamborghini, para cerrarle la boca a esos otros socios minoritarios, igual de extorsionadores pero menos vistosos, que también quieren su trozo de pastel: esas anécdotas valencianas, gallegas o gomeras que sienten por España lo mismo que Otegi o Junqueras y se la refanfinfla que el resto del país ingrese en el tercer mundo si ellos también se llevan su canonjía.
Esperar una enmienda voluntaria de Sánchez a ese acto de traición a su país, otro más, es tan iluso como apostar porque el pirómano no prenda fuego, el ladrón no robe o Cristina Fallarás no repita la memez de que todos los hombres somos «potenciales violadores», defecando como supuesta prueba el monstruoso caso de la violación múltiple de una señora francesa, ejemplar en su respuesta pública ante la justicia, a cara descubierta y con una dignidad conmovedora.
Pero sí cabía esperar, un poco, una rectificación en cositas donde Pedrito no se juega el trasero, tatuado desde 2018 con la bandera de Japón. Por ejemplo, en la Ley Trans, bautizada así para que suene a transexual y no a transgénero, que es lo que realmente legaliza.
Esto es, la legalización del «sexo sentido», consistente en que un señor de 107 kilos, 1.9 metros de altura, una barba como la de Bud Spencer y cierto apego por las damas pueda, voilà, ser mujer porque así dice sentirse y logre el título pasándose por una ventanilla, para luego seguir siendo el mismo estibador de muelles en Baltimore.
Parecía que la nueva ministra, Ana Algo de No sé Qué, iba a mejorar a su predecesora, Irene Montero, que ponía el listón tan bajo como el alcalde borrego de Vita cacareando repugnancias o María Jesús Montero en el Senado ofendiendo a la mismísima ofensa.
Pero no, Ana Algo ha dicho que esa ley es fantástica, alegando como indicio de su éxito el rechazo a 85 intentos de cambio de género entre los 5.900 coronados con éxito.
Hemos visto a operarios del Samur, militares, policías y una larga pléyade de mamarrachos intentando conquistar vestuarios femeninos, oposiciones y sentencias absolutorias sin dejar de exhibir su Peñón de Gibraltar. Y a cientos de menores, según los especialistas, deseando cambiar de género por esa empanada mental tan típica de la edad, especialmente densa en cuestiones relativas a la madurez sexual.
Y ante todo ese bochorno, denunciado por las feministas de verdad en primer lugar, la respuesta gubernamental es que todos esos barbitas con sus colitas perpetran un fraude de ley, cuando en realidad la conocen mejor que nadie y saben perfectamente que les ampara: basta con sentirse mujer para serlo, y no hay suero de la verdad ni test de la feminidad válido para anular una opinión irrebatible. No hay fraude de ley, la ley es el fraude.
Un Gobierno que no es capaz de proteger a los niños de 12 años cuando les asalta el ruido sexual atmosférico, con todas las defensas bajas, y que prolonga el desvarío de la condesa de Galapagar a pesar de tanto espectáculo, jamás se va a salir del carril hacia el infierno en las cosas importantes.
Porque en realidad Sánchez está fabricando una España trans, donde cada región pueda sentirse lo que quiera, que él lo aprobará, pagará la cirugía desmembradora y le pondrá a las sobras el maquillaje funerario.