Perder la época

ABC 28/05/14
DAVID GISTAU

· Si la Transición fue una época de integración, la actual lo es de desintegración, de revancha y dispersión

Me dispongo a escribir de política en un periódico con la intuición de que es un ejercicio estéril. O, al menos, residual si se compara con los tiempos en que en la calle había un diario debajo de cada brazo y los periódicos eran ámbitos de discusión, fuerzas creadoras, catalizadores de la vida pública. Los periódicos han perdido las elecciones. Han perdido la época. Han sufrido la parte que les correspondía –y a esto hay que añadir las caídas en ventas– en el meneo a las estructuras convencionales y al diálogo social tal y como lo concebíamos. Los periódicos forman parte de «lo viejo», por usar el término que fatigan los portavoces de Podemos en ese advenimiento suyo que ha propiciado entre los más impresionables un temor de fin de régimen que en las fantasías más audaces incluye el regreso de la Corona a Estoril. Si la Transición fue una época de integración, la actual lo es de desintegración, de revancha y dispersión, de apetencias terminales.

El sistema, y por contagio quienes lo ocupan, están podridos (hasta llevar corbata delata a un podrido). Quienes lo confrontan son puros por definición, más allá del ideario concreto que traigan oculto, en el que nadie repara porque solo interesa el castigo. Este paradigma primario desplaza la conversación nacional a escenarios que descartan los periódicos y proponen las colisiones, los brochazos emocionales y la demagogia de las tertulias, eficazmente utilizadas por quienes han pedido que les sea encomendada la venganza de los frustrados. Es inútil toda pedagogía. Hay políticos antaño convencionales que ahora mudan al populismo para mimetizarse y ser invitados a participar en el «share» del relato del desastre. Incluso el concepto de izquierda pertenece ahora al mundo de extramuros de lo institucional, de forma que el PSOE ha dejado de ser tenido por un partido de izquierdas, ya sólo es para muchos de sus votantes fugitivos un cómplice de la endogamia culpable, en cuyos reservados estaban invitados a almorzar los periódicos.

Si se atiene a la inmediatez táctica, el PP podría considerar una buena noticia el asalto electoral de Podemos y la fragmentación de la izquierda, que condena al PSOE a la mendicidad pendular en un momento en que puede dejar de ser interlocutor de Estado si sale de aventura para reñir votantes a IU y Podemos, o para encontrar pactos que lo reintegren en un bloque de izquierda con discurso nuevo. Con sus votantes desmotivados, decepcionados, cuando no ultrajados por las mentiras electorales, el PP de pronto encuentra una amenaza extremista que está a las puertas de San Jerónimo y que podría permitirle presentarse ante las clases medias como un protector de la estabilidad. Probablemente no vaya a disponer de ningún otro argumento electoral en la sucesión de elecciones hasta las generales. Pero ocurre que buena parte de la clase media ya no es la que ansiaba conservar cuanto tenía, trabajo, atención médica, colegio y vacaciones (el obrero que bebía Perrier en Bahamas de Tom Wolfe). Está tan vapuleada, tan imbuida de presagios apocalípticos, y al mismo tiempo tan harta de que le falle la política tradicional en asuntos que incluyen la corrupción, que habrá que ver si no tiene finalmente una inclinación experimental que la haga buscar siglas nuevas, también en el ámbito del PP, de momento solo abstencionista, sin temor a fracturar una partitocracia que de todos modos está herida. Es difícil que cuaje el miedo entre quienes creen haber perdido ya.