Ignacio Varela-El Confidencial
Hace tiempo que perdió todo interés comentar y valorar las estimaciones de voto que emite el CIS de Sánchez y Tezanos. La manipulación es tan grosera que hasta denunciarla produce tedio
Hace tiempo que perdió todo interés comentar y valorar las estimaciones de voto que emite el CIS de Sánchez y Tezanos. La manipulación es tan grosera que hasta denunciarla produce tedio, y su crédito ha alcanzado ya al del bolívar venezolano en los mercados financieros. Primero produjo asombro, luego indignación, a continuación vinieron los chistes y ahora hasta estos han perdido la gracia.
Eso no significa que haya que tirar a la basura todo el trabajo del instituto oficial. A los aficionados al tema que no confunden la sociología con la astrología, les recomiendo que, cuando aparezca un estudio del CIS, usen las páginas de la estimación de voto como cucurucho para las palomitas y se sienten a leer con atención el resto de las preguntas (salvo las que vienen de encargo para glorificar al César Imperator). Seguro que entre la maleza encuentran algo interesante.
Este jueves se publicó el primer barómetro regular tras las elecciones del 10-N. Lo más llamativo de él quizá sea medir el estado de ánimo de los votantes de la izquierda una vez consumada la investidura de Sánchez y la formación del Gobierno de coalición. Lógicamente, todo lo que en el otoño era frustración, cólera y reproche por el destrozo de julio, se ha transformado ahora en mayoritaria satisfacción. Cautivo y desarmado el trifachito, las tropas progresistas han alcanzado sus objetivos.
Hasta ahí, nada especial. Lo notable es que mientras los votantes socialistas afrontan la situación con complacencia no exenta de reservas, entre los de Podemos reina una euforia desatada.
Los hechos objetivos inducirían a suponer lo contrario: el PSOE ha establecido rotundamente su hegemonía en la izquierda (85 escaños por encima de UP donde hace un año la distancia era solo de 13), Sánchez gobierna y reina a su antojo y han enviado a Podemos al cuarto de servicio del Consejo de Ministros.
Iglesias, por el contrario, ha arrastrado a su partido desde aquel cielo que se tomaría por asalto hasta el taller de reparación. En tres años tiró por la borda más de la mitad de sus votos y de su fuerza parlamentaria, desmanteló la rutilante red de confluencias y de alcaldías de grandes ciudades, provocó una escisión interna y quedó electoral y políticamente sometido a su máximo rival, para terminar aceptando una vicepresidencia ornamental y un puñado de ministerios de saldo, convenientemente vaciados de contenido. Lo que no le exime de rendir diaria pleitesía a su nuevo patrón, comerse una ración de sapos cada martes y hasta cargar con marrones ajenos, como el episodio siniestro de Ábalos en Barajas y las misteriosas 40 maletas de Delcy.
Eso es lo que parece. Pero el contacto con el poder tiene propiedades mágicas —especialmente cuando has estado a las puertas del infierno—, y la encuesta muestra que los votantes de Podemos viven el momento en estado de feliz levitación, mientras los del PSOE —más acostumbrados a ver mandar a su partido— se lo toman con más calma. Veamos algunos datos:
En septiembre, el 78% de los votantes de Podemos decía que la situación política del país era mala o muy mala, y el 60% esperaba que un año más tarde sería aún peor. Ahora su valoración negativa de la situación política ha descendido en ¡40 puntos! Y se les ha disparado el optimismo: el 79% está convencido de que dentro de un año habrá mejorado aún más. No se conocía nada parecido desde la poción mágica de Astérix.
¿Cómo han recibido los votantes del PSOE y de Unidas Podemos el advenimiento del Gobierno Progresista (siempre con mayúsculas, por favor)?
Al 86% de los de Podemos le ha parecido estupendo el acuerdo de coalición. En el caso del los socialistas, la cifra es más modesta: al 58% le ha gustado y un inquietante 37% se ha quedado con la mosca detrás de la oreja.
La composición del nuevo Gobierno ha causado buena impresión al 95% de los podemitas, y solo al 56% de los socialistas. No puede negarse que Iglesias ha vendido bien a su clientela la magra ración de pescado que le entregaron.
Menos de la mitad de los votantes del PSOE (49%) confía en que este Gobierno podrá agotar los cuatro años de la legislatura. Son gentes de poca fe en contraste con los de Podemos: el 65% de estos está seguro de llegar a 2023.
En cuanto al sentimiento predominante ante el nuevo Gobierno, la mayoría de los votantes de Sánchez (69%) expresan “esperanza en que consiga sus objetivos y mejoren las cosas en este país”, aunque un reticente 20% siente “temor ante las concesiones al independentismo y el empeoramiento de las cosas”.
No está mal para empezar, pero la cifra palidece ante el entusiasmo arrollador de sus socios: para el 82% de ellos predomina la esperanza y solo un 8% siente temor. En esperanza, los de Podemos ganan a los del PSOE por 13 puntos.
Si se compara lo que se espera de este Gobierno con lo que hizo el de Rajoy, el 71% de los socialistas cree que las cosas irán mejor (queda ese 20% de cenizos que teme lo contrario). En el electorado de Podemos, no hay lugar para la duda: el 92% está convencido de que este Gobierno será mucho mejor que el anterior.
La gestión de Iglesias es ampliamente recompensada por sus votantes. Su puntuación personal ha subido espectacularmente (de 5,9 en septiembre a 6,8 ahora, igualando la nota que los socialistas dan a Sánchez). Para mayor satisfacción del ego, entre el público en general, por primera vez iguala a Alberto Garzón y supera a Íñigo Errejón. Además, ha situado UP como el partido con mayor fidelidad de voto: el 84% de quienes lo votaron el 10-N declara que volvería a hacerlo ahora.
Pocas veces se sacó tanto de tan poco. Como evocaba Zarzalejos hace unos días citando a un ilustre político español, Iglesias podrá presentarse en Vistalegre III (que ya no será en Vistalegre) y decir a los suyos: “Os he conducido de derrota en derrota, hasta mi victoria final”. Y podrá también explicar a sus alumnos, cuando regrese a la universidad, que en democracia es posible perder y triunfar. Es más, que en ocasiones es preciso perder para triunfar. Todo depende de tomar la medida al ganador.