Florencio Domínguez, LA VANGUARDIA, 31/10/12
Cuando la mayoría tiene en cuenta la dimensión económica del problema hay más posibilidades de acuerdo
En situaciones difíciles, dominadas por problemas complejos para los que nadie ve un arreglo a corto plazo, es fácil que haya sociedades tentadas de refugiarse en la búsqueda de soluciones milagro. Ocurre en la vida privada y en la colectiva. Cuando las soluciones convencionales tardan en hacer efecto, son dolorosas y, encima, van acompañadas de incertidumbre sobre el resultado final hay gente dispuesta a acogerse a promesas de remedios indoloros que, según se dice, pueden curarlo todo sin que, además, tengan efectos secundarios.
La idea del Estado propio, tal como se plantea en el debate catalán, puede ser percibida como solución milagrosa, pero un Estado independiente no es por sí mismo el bálsamo de fierabrás contra la crisis económica. Depende de muchas cosas: de los recursos de que se disponga, de las relaciones comerciales con otros países, de la estructura económica del país, de la eficacia de las políticas públicas, de la confianza que inspire a los inversores o del contexto internacional, entre otros factores.
La carga económica del debate independentista abierto en Catalunya es tanto o más fuerte que la componente ideológica o identitaria. La encuesta publicada por La Vanguardia el domingo lo dejaba en evidencia al subrayar cómo los independentistas serían menos que los contrarios a la separación si Catalunya obtuviera un pacto fiscal adecuado. Una satisfacción en el terreno económico reducía el porcentaje de adhesión a la independencia. Y esos datos se obtenían en el clima político actual de gran efervescencia en el que sopla un viento favorable a los secesionistas. Hubo un tiempo en el que en el País Vasco también se planteaban las cosas en ese registro. Era cuando Xabier Arzalluz se preguntaba aquello de «autodeterminación ¿para qué?, ¿para plantar berzas?», aunque luego él mismo se olvidó de esos interrogantes.
En un debate en el que prima la pulsión identitaria es más difícil llegar a soluciones dialogadas o al establecimiento de espacios de juego político compartido porque las pasiones se sitúan por encima del razonamiento frío. En cambio, cuando la mayoría tiene en cuenta la dimensión económica del problema hay más posibilidades de alcanzar acuerdos. Todos somos más cuidadosos en la administración de la cartera que en la gestión de nuestras filias y nuestras fobias.
Cuando lo que está en juego es la subsistencia, la mejora del nivel de vida, la conservación del Estado de bienestar o asegurar el futuro de los hijos, a la hora de decidir sobre la independencia pesarán mucho más las consecuencias económicas de un paso de esa naturaleza. Se valorará como es debido la posibilidad de quedarse fuera de la UE, de que haya fuga de empresas o de que el deterioro de los lazos comerciales con el conjunto de España tenga efectos adversos. En el momento actual la discusión política se desarrolla en el terreno de la pasión y se solaza en los agravios percibidos, pero tarde o temprano se trasladará al terreno de la razón y se planteará el términos de pérdidas o ganancias.
Florencio Domínguez, LA VANGUARDIA, 31/10/12