La gran paradoja de la política española es el tallaje de sus políticos. A un político español le queda siempre tan pequeño lo grande como grande le queda lo pequeño.
Le pasa, por ejemplo, a Pedro Sánchez.
Al presidente se le han quedado pequeñas la UE, la ONU y la OTAN, pero le pones España sobre los hombros y parece que le has tirado la carpa de un circo desde un helicóptero. De ahí que se pase el día troceando el país, elección tras elección. Lo hace para que le resulte más manejable, con trozos del tamaño de un pañuelo de bolsillo que luego él cose y descose frenéticamente como la manta de patchwork de un daltónico.
Le pasa por supuesto a los independentistas catalanes, estadistas de talla internacional a los que España se les queda pequeña (¡ellos están destinados a gobernar el Israel del Mediterráneo occidental!), pero a los que la Cataluña despoblada de campanario, cura con barretina, sardana y castell se les ha acabado quedando grande.
Trece tallas grande, concretamente, que en términos políticos se concretan en los trece escaños que han perdido este domingo.
No le pasa en cambio a Alberto Núñez Feijóo, al que se le quedó pequeña Galicia, pero al que todavía le queda grande una Madrid cuyos arcanos mediáticos, políticos y sociológicos sigue intentando traducir al gallego.
Está por ver, sin embargo, cómo le queda España a Feijóo.
Aunque ahí Feijóo lo tiene fácil porque, como todo el mundo sabe, España es bastante más pequeña que Madrid. Si España fuera tan grande como la Comunidad, ocuparía el planeta entero y California sería la Extremadura socialista del Imperio Hispánico global. Pero España es a las naciones del mundo como Galicia a las autonomías españolas: una cosa de media tabla y expectativas templadas que se conforma con no descender.
Así que yo le auguro al PP éxito en su empeño. Y no lo digo irónicamente.
Hay más ejemplos.
En España, la ministra de Trabajo con más paro de la UE tiene la solución al conflicto palestino, los ayuntamientos de 2.000 habitantes piden un acuerdo de paz entre Rusia y Ucrania con unas condiciones que ellos vislumbran con total claridad, y el ministro de Fomento que confunde robos de cobre con sabotajes sabe que lo de Argentina lo soluciona él con un palo, un cántaro y una clínica de desintoxicación para Milei.
Ahí lo tienen. Infalibles para aquello en lo que no pintan nada e incompetentes hasta extremos churriguerescos en los terrenos donde son la máxima autoridad.
Los políticos de ERC han sido incapaces de conseguir que los trenes llegaran a su hora, que saliera agua por los grifos o que a los catalanes no les okuparan la casa, pero piden un Estado porque uno siempre puede ampliar el alcance de su inutilidad. Un político catalán, como político español que es, es un tipo llamado a las más grandes hazañas, siempre que esas hazañas no entren dentro de su ámbito competencial.
Pero si entran, como si pones un ornitorrinco en su silla. Nadie notará la diferencia.
ERC tiene ahora tres opciones a su alcance. Facilitar una presidencia de Salvador Illa, ir a nuevas elecciones o someterse a la estrategia de Carles Puigdemont.
Vamos a descartar, de acuerdo con lo expuesto en los párrafos anteriores, la única opción que está realmente en sus manos. La de convertirse en un partido regional capaz de lograr que los trenes lleguen a su hora, que salga agua de los grifos y que a los catalanes no les okupen sus casas.
Eso es impensable. Porque ellos están ahí para «luchar contra la represión del Estado», «resistir frente a la ola reaccionaria» y «formar el gobierno más feminista de la historia». Todo esto lo acaba de decir Pere Aragonès mientras anunciaba su renuncia.
Observen el contraste entre la pequeñez de aquello en lo que Aragonès ha demostrado una enorme ineptitud y la enormidad de aquello en lo que dice haber triunfado. Tanto, que ha acabado obligado a dimitir, posiblemente porque la magnitud del éxito no era compatible con su continuidad en un cargo en el que él ya lo ha logrado todo y que ha llevado al partido a su mayor fracaso electoral desde 2012.
ERC ha recibido un mensaje claro de sus electores («te castigamos por haberte convertido en el Sumar catalán, en el Felpudo Republicano Catalán de Pedro Sánchez») y descubierto que en Cataluña es el PSC el que, a diferencia de lo que ha ocurrido en Galicia y el País Vasco, fagocita a la izquierda regional independentista cuando esta no es lo suficientemente radical y se convierte en un apéndice del PSOE.
No descarten que de la paliza recibida ERC extraiga la conclusión correcta: que lo que les están pidiendo sus electores es que solucionen el conflicto en el estrecho de Taiwán.