La legislatura va, en efecto, acercándose a su mitad y no terminan de verse realizados o, cuando menos, iniciados ciertos proyectos innovadores de gestión que se prometieron al dar aquella comienzo. No puede negarse que la instalación de un ambiente político de sosiego en una sociedad que había vivido sometida durante demasiado tiempo a un clima de crispación constituye un bien en sí mismo, que habrá sido muy agradecido por un abultado sector de la ciudadanía.
El rasgo que caracterizó de manera más específica la política vasca en las tres últimas legislaturas fue sin duda el de la sobreexcitación. No fue ésta, además, un rasgo específico sólo de aquellos grandes debates que, como el del Nuevo Estatuto Político de Euskadi o el de la llamada Ley de Consulta, mantuvieron durante años en vilo a la clase política vasca y española. Ocurría, más bien, que cada pronunciamiento o cada declaración pública suponía un nuevo sobresalto. No había madrugada en que la radio no nos despertara con una de esas noticias que se erigen en objeto de discusión para el resto de la jornada. Tanto era así que las que se nos daban cada mañana no se agotaban, como suele ocurrir, por un proceso de envejecimiento natural, sino que eran precipitadamente desplazadas, antes de que pudieran llegar a su maduración, por otras más impactantes que nos sobresaltaban al día siguiente.
Tras este pasado inmediato no es de extrañar que la presente legislatura nos esté resultando a todos especialmente tranquila. No es que sepamos de antemano, porque ya no se da el caso, que, si alguien llama a la puerta de madrugada, va a ser el lechero; pero sí nos acostamos cada noche con la seguridad de que este Gobierno no va a despertarnos por la mañana con una noticia de infarto. La calma podría, pues, tomarse como una de las características definitorias del cambio que se ha producido.
No cabe duda de que este nuevo ambiente de tranquilidad no se ha instalado de modo casual. Obedece, más bien, a la voluntad expresa de los nuevos gestores de la política gubernamental. De hecho, así lo anunciaron desde el mismo comienzo, cuando erigieron lo que ellos mismos llamaron «normalización» en objetivo principal de su proyecto. Al modo de los entrenadores de esos equipos de fútbol dotados de más técnica que fuerza, sabían que su éxito sería el resultado de un juego sosegado y bien ordenado, y no del choque y la confrontación cuerpo a cuerpo. Era probablemente lo que la sociedad demandaba tras diez años de agitación. El «cambio tranquilo» que se pretendía introducir en la política vasca exigía algo así como gobernar, en la medida de lo posible, sin molestar a nadie. La tranquilidad en el modo de hacer las cosas sería el mejor antídoto contra la acusación de revanchismo.
También es verdad que a la voluntad deliberada de introducir tranquilidad se le ha añadido una coyuntura general que ha obligado a la política vasca a mantenerse en lo que podríamos denominar un perfil bajo. En efecto, tanto la gestión gubernamental como la atención de la opinión pública han estado enfocadas, desde que se inició la presente legislatura en Euskadi, hacia la superación de la crisis económica, espacio en el que la intervención del Ejecutivo autonómico, pese a su importancia particular para nuestro pequeño país, ha tenido que pasar a segundo plano.
De otro lado, el carácter eminentemente global y predominantemente financiero de la actual crisis económica ha contribuido a acentuar aún más el papel accesorio que les ha tocado desempeñar a los gobernantes de nuestra comunidad. Sólo hace falta echar una ojeada a la prensa diaria para darse cuenta de cuáles son los agentes políticos que ocupan sus páginas y atraen la atención de la opinión pública.
Por si todo esto fuera poco, las circunstancias han querido que, en lo que se refiere a la definición de la política económica del país, quienes ejercen la oposición en nuestra comunidad hayan adquirido mayor relevancia que quienes se encuentran en el Gobierno. No cabe, en efecto, duda de que la necesidad de estabilidad ha obligado al Gobierno de Rodríguez Zapatero a conceder al PNV un papel más destacado, al menos de cara a la opinión pública, que el que juegan sus compañeros del Gobierno vasco.
Además, y como para rematar la desdicha, la escasez de recursos que es propia de cualquier crisis ha venido a limitar de manera notable las capacidades de actuación y lucimiento del Ejecutivo autonómico, que, por ambicioso que fuera en sus inicios, se ha visto en gran parte forzado a gestionar la miseria existente y a practicar una política de continuidad y mantenimiento.
El caso es que, por esa combinación de voluntad y necesidad, lo que comenzó siendo acogido como normalidad y sosiego puede correr el riesgo de acabar siendo considerado inactividad. La legislatura va, en efecto, acercándose a su mitad y no terminan de verse realizados o, cuando menos, iniciados ciertos proyectos innovadores de gestión que se prometieron al dar aquella comienzo. No puede negarse que la instalación de un ambiente político de sosiego en una sociedad que había vivido sometida durante demasiado tiempo a un clima de crispación constituye un bien en sí mismo, que habrá sido muy agradecido por un abultado sector de la ciudadanía.
Prueba de ello, la ferocidad con que destacados miembros de la oposición tratan de perturbar la calma conquistada con invectivas impertinentes. Pero este cambio de ambiente, que sin duda se ha producido, y con efectos muy saludables, quedó casi del todo amortizado para la opinión pública en el mismo momento en que se produjo. Ahora sólo es un espacio vacío que ha de ser llenado con obras. Pues, aun cuando la voluntad deliberada de los nuevos gestores y la necesidad sobrevenida de la coyuntura política pudieran justificar el bajo perfil que ha adoptado este Gobierno, la oposición con que le ha tocado lidiar se encargará de que la gente transforme lo que de positivo tienen la tranquilidad y el sosiego en lo más negativo que conllevan la pasividad y la inercia.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 5/12/2010