LUIS VENTOSO-EL DEBATE
  • «Tiberio, historia de un resentimiento», del maestro Gregorio Marañón, ofrece pistas para tratar de interpretar un alma que parece averiada
Gregorio Marañón –me refiero el original– fue un intelectual liberal con el fiel de la conciencia bien calibrado. Además era un gran galeno, ejemplo magnífico de médico humanista. Marañón apoyó la llegada de la II República. Pero se desencantó pronto. Al final huyó de la ola de violencia de la izquierda en los días del Frente Popular, poniendo rumbo a Lisboa el día antes del inicio de la Guerra Civil. Instalado ya en su exilio parisino, Marañón resumía con la claridad de la distancia los grandes éxitos del experimento republicano que hoy mitifica nuestro «progresismo» obligatorio: «Desorden continuo, huelgas inmotivadas, quema de conventos, persecución religiosa, exclusión del poder de los liberales que habían patrocinado el movimiento y que no se prestaban a la política de clases, negativa a admitir en la normalidad a las gentes de derechas que de buena fe acataron el régimen». Una maravilla.
El exilio francés de Marañón nos dejó algún buen libro, entre los que destaca Tiberio, historia de un resentimiento, que vio la luz en 1939. El médico español sitúa bajo su microscopio la figura del controvertido emperador Tiberio (42 a.C.-37). Para algunos estudiosos fue un buen táctico militar y un eficiente administrador, pero ha quedado instalado en la leyenda como un mandatario cruel, amargado y vicioso (las celebérrimas orgías de Capri).
A Marañón le interesa la cabeza de Tiberio, más que las vibraciones de otras partes de su anatomía. ¿Por qué un tío que llegó a lo más alto, que se convirtió en el dueño del mundo de su época, jamás fue capaz de sacudirse su amargor interior? La respuesta del médico es que Tiberio encarna a la perfección el arquetipo del resentido, una persona de mediocre calidad moral y carente por completo de generosidad. «El resentido es capaz de todo al tener el poder en sus manos», advierte Marañón. Y llegar al cénit no lo cura, al revés: «El triunfo es para él como una consagración solemne de que estaba justificado su resentimiento; y esa justificación aumenta la vieja acritud».
En su relación de célebres resentidos, Marañón incluye al aterrador Robespierre. Y si hoy siguiese respirando por aquí abajo, no dudamos que añadiría también a otra escala a Sánchez Pérez-Castejón (que a diferencia de Tiberio no cuenta con el atenuante de ser un notable administrador).
A priori, Sánchez no debería tener razón alguna para ser un resentido. Nació y se crio en una buena calle del centro de Madrid. Es hijo de una funcionaria y de un alto cargo del felipismo, que luego tuvo el acierto de crear una empresa de plásticos con la que ganó buen dinero. Le costearon un estupendo colegio católico de pago, una universidad privada y viajes al extranjero para aprender el inglés del que hoy presume. Ya en política, la suerte se alió con él y entró en el Ayuntamiento de Madrid y en el Congreso tras correr la lista, pues no lo había logrado en las urnas. En general, la vida le ha sonreído –hasta para escribir su tesis doctoral le echaron una mano– y ha llegado a lo más alto que se puede llegar en política . Y sin embargo, la sombra del resentimiento lo acompaña, ni el éxito ni la púrpura la disipan.
Hay algo averiado en su alma. Personas que lo trataron en sus días de baloncesto me han contado que era el clásico que adulaba al fuerte y pisoteaba al débil, que arrastraba mal cartel por su escaso compañerismo. Gente que pasó por la Moncloa aporta el retrato de un jefe gritón e irascible, que infunde más miedo que admiración. Por lo demás, su porte ya lo conocen: siempre altivo, gustándose, con la chulería y el narcisismo como marcas distintivas.
Marañón señalaba como las dos grandes cualidades del resentido su nula generosidad y su paupérrima calidad moral. Ambas circunstancias concurren en el personaje, que sin pestañear arroja a la papelera como si fuesen clínex usados a colaboradores que se partieron la cara por él; o que prodiga un trato infame a sus adversarios políticos. Su nivel moral lo acredita su propensión compulsiva a mentir. A veces parece como si fuese incapaz de distinguir el bien y el mal, o como si le diesen igual tales consideraciones, más allá de lo que pueda servir a sus intereses particulares. Sánchez es además un orgulloso ateo (y reconozcamos que si se niega a Dios resulta difícil establecer unos principios morales firmes, más allá de un kantiano no desear a los demás lo que no te gustaría que te hiciesen a ti).
El poder no lo ha mejorado. El triunfo no ha aliviado su resentimiento. Incluso empiezan a vislumbrarse rasgos extraños, como su risa anómala, casi neroniana, desde lo alto de la tribuna del Congreso durante la investidura. Nos esperan días difíciles, porque España no solo tiene un problema político, tiene también un problema psicológico: el hombre que está a los mandos no está hecho de la pasta idónea.
¡Vaya obra maestra podría componer el insigne Marañón con estos materiales!