Juan Carlos Girauta-ABC
- «Leemos los adelantos del libro que recoge y ordena los archivos secretos de Manglano y a veces vemos confirmadas nuestras sospechas, otras veces nos quedamos atónitos, y otras tenemos que levantarnos del asiento porque, además de la historia, para nosotros lo que se toca y trastoca es la memoria»
Las siete cajas de Manglano sí que evocan a Pandora, y no esa filtración en bruto de archivos de bufetes. Lo del jefe de los espías del felipismo ha requerido cuatro años de trabajo de Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote, y uno está orgulloso de esta cabecera por ampararlos a ellos y a la verdad. Vamos a hablar de la verdad.
Nos ha tocado la era del relativismo cognitivo, fe venenosa y enervante que impide reconocer el mundo e interactuar con él. El relativismo cognitivo niega la existencia de la verdad y tiene más peligro que los relativismos moral y cultural, aunque no lo parezca. El trastorno llega al punto de conferir prestigio a cualquiera que niegue el suelo sobre
el que se levanta. O de colgarle un sambenito de ingenuidad tontuna a quien mantenga que verdadero y falso son categorías de las que no puede prescindir lo fáctico. En periodismo, el mismo problema adopta otra forma: ¿debemos ser objetivos, o tal ambición no significa nada?
Los que nos dedicamos a la opinión podemos permitirnos no entrar en el debate. Se sobreentiende -al menos aquí- que el columnista es un tipo de escritor, alguien que practica un exigente género literario cuya amplia demanda se explica por uno de sus rasgos definitorios: arranca de la actualidad. Arranca, digo. De ahí puede uno volar hacia donde desee. Siempre que el lector te favorezca con su atención y fidelidad, conocerás la felicidad de la provocación inmediata, un festival de tropos, una fiesta del idioma que no necesita corrección de galeradas ni tiempos editoriales ni distribuciones tortuosas. Pero los columnistas literarios no somos periodistas genuinos. Estos parten de hechos, se mantienen en ellos, los empuñan, los iluminan, los ordenan… y no hurtan ninguno. Por eso su trabajo es de los más difíciles que existen. Exige, junto a la manida vocación, notables dosis de valentía y, lo que es más difícil, un director y un editor que compartan su concepto de periodismo. Que crean en la verdad, que permitan buscarla y contarla pese a quien pese, levante las ampollas que levante y decepcione a quien decepcione.
Dentro de cada uno de nosotros hay un sectario intentando tomar el control de nuestro sentido crítico, de nuestra deontología o de nuestra decencia. El periodismo de los Fernández-Miranda y los Chicote es el tratamiento de choque necesario, no siempre grato y nunca complaciente, que apalea al bicho y lo devuelve a la cueva de la que el hombre íntegro no le permitirá salir. Si Juan Carlos I, con todos los merecidos reconocimientos a su rol protagonista en la Transición, torció su dignidad para hacerse con más dinero del que podía gastarse, si prefirió la amistad de personajes dudosos, si atentó contra la más elemental prudencia, eso lo tiene que contar antes que nadie el diario monárquico por excelencia. Comprenderé, aunque nunca entenderé, a quien no lo vea así. La monarquía no va de un señor concreto. No se debe confundir con los aciertos los errores. La monarquía es un sistema. Es reprobable y contraproducente defenderlo silenciando hechos o enterrando documentos; esa sería la vía más rápida para desprestigiarlo. Por fortuna ostenta la Corona alguien sin tacha. Contemos cuán impecable es Felipe VI y miremos hacia atrás sin ira. Y sin ocultaciones.
Los minuciosos cuadernos de Manglano ofrecen una imagen desoladora de los años ochenta y de los primeros noventa, una España de mandatarios venales. Aparecen asimismo nuevos y sórdidos episodios del terrorismo de Gobierno con que una pandilla de chapuceros inmorales encaramados a altos cargos creía combatir a la ETA. Los hechos demostraron que el terrorismo, en el que los mismos chapuceros incurrieron, encuentra su mayor enemigo en la ley y la Justicia. Fueron estas, más la tardía -aunque contundente- respuesta del pueblo español las que acabaron con la banda criminal. El sanchismo, por puras razones de conveniencia a corto plazo, ha olvidado la lección y está dedicándose a perfumar lo pútrido, convirtiendo en hombrecitos a un puñado de sacamantecas e interiorizando el pringoso lenguaje de los asesinos. Pero eso es harina de otro costal.
Tampoco ayuda mucho la vasta ignorancia de nuestra historia exhibida por esa joven España que no vivió el felipismo, o que por edad no fue consciente de él. De entrada, parece mentira que el segmento más vociferante y ruidoso de nuestra sociedad no tenga la menor idea de quiénes eran González y Manglano, Suárez, Pujol o Rato, y no digamos Corcuera o Feo. Tendremos que recordar que son historia, que para el veinteañero, el treintañero, y aun para el cuarentón, resultan por lo general personajes tan distantes como Sagasta o Maura. Cuando no tan absolutamente desconocidos. Por eso conviene subrayar, ante las revelaciones de esta semana en ABC, que lo tratado va a incorporarse a los libros de historia, que obligará a añadir hechos relevantes a los especialistas. Y luego estamos los que recordamos bien aquellos años. Leemos los adelantos del libro que recoge y ordena los archivos secretos de Manglano y a veces vemos confirmadas nuestras sospechas, otras veces nos quedamos atónitos, y otras tenemos que levantarnos del asiento porque, además de la historia, para nosotros lo que se toca y trastoca es la memoria.
Una sola de las revelaciones de esta semana habría provocado un cataclismo hace treinta, veinticinco, posiblemente veinte años, Todas juntas, publicadas en 2021, hacen menos ruido, pero es un ruido tectónico, telúrico. Bien está que se alce el periodismo histórico, mejor que la memoria histórica, y que se replantee el mismísimo concepto de lo que es un diario.