Nadie negará la insistencia a Pedro Sánchez desde su amago de dimisión del 24 de abril. Si en la «carta a la ciudadanía» que precedió a sus cincos días de pausa denunció que «una coalición de intereses derechistas y ultraderechistas» se emplea a fondo para forzar su retirada y enterrar su legado, a su regreso no ha dejado de sembrar la desconfianza sobre medios críticos o incómodos para su Gobierno, sugiriendo que forman parte de «una máquina del fango» que no se limita a cuestionar sus decisiones, sino que ataca a la propia democracia.
En la entrevista de ayer viernes en laSexta siguió en esta línea. Sánchez repitió que hay que diferenciar entre «medios» y «pseudomedios». Insistió en que no es lo mismo «la libertad de información» que «la libertad de difamación». Despreció a los «tabloides digitales», distinguiéndolos de «los medios de comunicación que tienen periodistas de verdad».
No quiso profundizar más, así que dejó varias preguntas pendientes. ¿Qué medios considera el presidente que son serios y que no amenazan la democracia? ¿Cuáles aprecia como respetables por contar con «periodistas de verdad»? Sus silencios son intencionados e inducen a pensar que, a su juicio, los medios sólo son virtuosos en la medida que se ajustan a las opiniones y necesidades del presidente en cada momento.
De modo que las palabras de Sánchez, en su ambigua literalidad, sirven para cualquier cosa. Pero el diablo está en los detalles. Sus afirmaciones siempre se producen en medios afines, nunca opuestos. Siempre incluyen altas dosis de censura contra sus adversarios políticos, a menudo aderezada de medias verdades. Y las omisiones son llamativas.
Sánchez llama a la regeneración, mientras selecciona con tiento a los medios a los que atiende e instrumentaliza instituciones públicas para someterlas a sus intereses particulares. Sánchez se duele del uso partidista de la investigación sobre su esposa y, sin embargo, es incapaz de disculparse por usar noticias falsas sobre la mujer de Feijóo o el hermano de Ayuso para dañar la reputación de sus adversarios.
Sánchez exige pulcritud, autocrítica y moderación a los demás sin aplicársela a sí mismo y a su círculo en primer lugar. Y en esta lógica se explica que, al mismo tiempo que reclama «periodismo de verdad», destina sus esfuerzos a socavarlo.
Nadie debe caer en la trampa. El presidente del Gobierno no levanta el espantapájaros de los «tabloides», «la máquina del fango», la «intoxicación», los «bulos» y «la violencia política» por una voluntad de «regeneración democrática», extendida a los medios de comunicación. La preocupación no le ha asaltado hasta ver el nombre de Begoña Gómez en noticias sobre sus actividades que no tienen por qué constituir ningún delito, pero que muchos españoles pueden juzgar como poco adecuadas para la esposa de un presidente.
Lo que inquieta a Sánchez es la información veraz. Y conviene ser claros. EL ESPAÑOL ha remarcado en distintos editoriales que la causa presentada sobre Gómez tiene poco recorrido. Que se han publicado exageraciones, interpretaciones distorsionadas y artículos ofensivos. Pero la sociedad española no debe perderse en el espesor de la niebla. Que existan lecturas interesadamente retorcidas del caso no quita que haya informaciones ciertas.
Si Sánchez pretende confundir a los ciudadanos, encontrará el espíritu y la letra de la Constitución enfrente. Los periodistas «de verdad» no son los que aplauden ciegamente a los gobernantes. Los periodistas «de verdad» son los que critican e incomodan al poder con rigor, con honestidad y con independencia de sus preferencias políticas.