Ignacio Camacho-ABC

  • Los argumentarios convierten a los políticos en pregoneros de chatarra dialéctica obligados a mentir con sintaxis ajena

Hace mucho que los partidos, sobre todo los dos grandes, envían argumentarios diarios a sus dirigentes para unificar las respuestas a los adversarios y a los medios. También los reciben, por cierto, periodistas considerados afines, algunos de los cuales los reproducen en las tertulias audiovisuales para descrédito de un oficio que en otro tiempo incluso era capaz de proponer ideas y medidas a los políticos. Pero ése es otro asunto. Estábamos en las consignas empaquetadas que reciben los portavoces con la ración cotidiana de doctrina facciosa, no vaya a ser que se salgan del carril y se les ocurra opinar con voz propia. Nada nuevo, salvo que ayer se filtró por error el documento remitido por el laboratorio de frases de Moncloa a los miembros del Consejo de Ministros, convertidos en muñecos de ventriloquía al servicio del aparato de propaganda del sanchismo. Tampoco había en dichos papeles ningún secreto; mero ‘bullshit’ declarativo que la Secretaría de Comunicación podía haber enviado directamente a las redacciones y ahorrar a los componentes del Gobierno tiempo para dedicarse a las tareas de sus respectivos departamentos. En el caso de que se ocupen de ellas, por supuesto.

El problema no está en esa práctica habitual, hasta cierto punto lógica, de controlar el discurso corporativo. Eso resta espontaneidad y dinamismo a la política, transformando su natural confrontación dialéctica en mera cháchara hueca, pero forma parte de un juego conocido y acaso inevitable cuando gran parte de la actividad pública se desarrolla en la conversación mediática y en el pedestre debate de las redes sociales. Lo triste es que la nomenclatura de alto nivel, los agentes representativos de mayor relevancia, queden relegados a cajas de eco de un reducido equipo de fabricantes de quincallería publicitaria. Que se limiten a locutar con literalidad exacta unos libretos superficiales, de baja calidad y nula profundidad, bajo pena de caer en desgracia de unos líderes que les han enajenado no ya la iniciativa sino hasta la autonomía de palabra. Que los titulares de una cartera ministerial, teórica culminación de una carrera de Estado, acepten el papel de unánimes periquitos amaestrados para repetir en cadena y sin cambiar una coma los ramplones enunciados sectarios elaborados por oscuros burócratas de tres al cuarto.

Las élites que nos gobiernan, y las que aspiran a hacerlo, no sólo tienen prohibido pensar por su cuenta sino expresarse por su cuenta. Cada mañana sale un puñado de corifeos a propagar en el Parlamento y en la prensa una serie de lemas vacuos –y por lo general falsos– que sus jefes les obligan a recitar al pie de la letra. Así funciona el negocio, como un tingladillo de marionetas. Y ha llegado un momento en que lo que molesta ya no es que mientan, sino que encima lo hagan con sintaxis ajena. Sin un mínimo decoro intelectual a falta de ética.