- Un ladrón en el ministerio de Hacienda no roba sólo dinero. Roba lo único que cada uno de nosotros es: nuestro tan tasado tiempo de vida
Nadie verterá una lágrima por Cristóbal Montoro. Nada hay de anómalo en eso. Todo ministro de Hacienda existe para ser detestado por los ciudadanos.
No es algo malo. Puede que sea incluso lo contrario: el ciudadano, cada uno de nosotros, defiende el interés privado de preservar aquello que consiguió —en la inmensa mayoría de los casos— con muy duro esfuerzo; el ministro de Hacienda —sea cual sea su filiación política— existe para expropiarle, en beneficio del Estado, una parte —cada vez más copiosa— de lo tan áridamente conseguido. A cada cual su función. Y, más allá de angélicas proclamas, la relación entre los intereses de cada uno y los intereses del Estado es la de una guerra larvada, en la que todo se juzga moralmente permitido. Para el ciudadano, que trata de desplegar sus irrisorias estrategias frente a la voracidad estatal. Para el Estado, que dispone del más afinado sistema de control sobre los individuos que haya conocido la edad moderna. Basta con hacer números elementales para constatar las dimensiones monstruosas de ese parasitismo: del tiempo global de nuestro trabajo, más de la mitad es realizado gratis en beneficio del Estado. Y lo más duro: no hay solución a eso. Las sociedades modernas exigen mastodontes administrativos para no colapsarse. Y sólo desde nuestros bolsillos puede ser bombeado su carburante.
Sea. Sin ese expolio de cada contribuyente, todo nuestro mundo se desmoronaría con una velocidad vertiginosa. Despertaríamos, así, en lo más hondo del África tenebrosa de Joseph Conrad. El welfare estate, al cual ningún país civilizado renunciaría sin provocar una catástrofe, exige presupuestos cuyas cifras colosales marean con sólo enunciarlas. Pero, sin ellas, ni la atención sanitaria, ni las jubilaciones existirían. Tampoco, buena parte de los servicios públicos de todo orden. Ni el Ejército, por supuesto. Ni, sobre todo, el enjambre funcionarial que pone en marcha —en España, la verdad, bastante mal— la maquinaria administrativa. La columna vertebral del Estado-nación —ese invento fundacional de las sociedades modernas— se desleiría, en la hipótesis de un colapso de la Hacienda pública.
Resignémonos, pues —ya que nos hemos resignado a tener un Estado—, a alimentar al monstruo. Por la sencilla, aunque desagradable, certeza de que, muerto el monstruo, ninguno de nosotros le sobreviviría. Nuestras sociedades saben —y no son precisamente las peores de las sociedades posibles— que están condenadas a ser desangradas por Hacienda. Pero, si en esas sociedades queda un mínimo resquicio de garantismo, sus ciudadanos deben exigir que sobre aquellos a quienes compete administrar esa aplastante fracción de riqueza —esto es, de vida— a la cual renunciamos, recaiga un control implacable. Y haga caer las más duras penas que el código penal contemple sobre los canallas que se permitan robar un céntimo de lo tan ineludiblemente puesto a la disposición pública. Un ladrón en el ministerio de Hacienda no roba sólo dinero. Roba lo único que cada uno de nosotros es: nuestro tan tasado tiempo de vida.
Que Cristóbal Montoro sea archivado en la memoria de cada uno como un sujeto detestable, debiera de ser considerado un elogio. Estoy seguro de que como tal lo habrá visto siempre él, que cualquier cosa será, pero no tonto. El problema está en otro sitio. No en ser odioso: eso va en el cargo. Sí, en la posibilidad de que pueda haber obtenido del cargo beneficio crematístico. De haber sucedido eso, no hay pena de prisión que sea lo bastante dura para castigarlo. Ni para él, ni para ministro de Hacienda alguno que haya podido llevarse un céntimo de su ministerio en el bolsillo. Odio, ninguno. Código penal, todo.
Y una sencilla postdata. Si ese dinero que un ministro sustrajera hubiera ido a parar a bolsillos privados sólo —de ministro, de altos funcionarios, de empresas beneficiadas…— su desembocadura es el presidio. Si la financiación de su partido —fuera el que fuere— se hubiera beneficiado de eso… Entonces, ese partido habría cerrado el ciclo de su existencia legítima ante los electores.
Eso está en juego. Nada más que eso. Ante Feijóo, se abre sólo una pregunta seria: ¿queda algo en la política española que no sea estiércol? De otro modo: ¿va a verter alguien una lágrima por Cristóbal Montoro?