- En un mundo globalizado son muchas las empresas de comunicación que hacen uso de sus capacidades para inundar el mercado de falsedades interesadas. Sus periodistas no son informadores, sino combatientes. Renuncian a la verdad para lograr un determinado e interesado impacto en distintas opiniones públicas
El estudio de la guerra es una disciplina apasionante por su dimensión social, su íntimo vínculo con la tecnología y, sobre todo, por sus efectos catastróficos. A menudo pierde hasta el que gana, porque el coste puede llegar a ser inasumible. Las sociedades cambian y las tecnologías evolucionan, por lo que la forma de utilizar la violencia en la relación entre estados o comunidades está en permanente cambio. Para nosotros el derecho es civilización. Tratamos de establecer normas libremente aceptadas para limitar daños en caso de guerra, pero éstas, de ser impuestas, a menudo quedan desbordadas por nuevas estrategias o tácticas, acordes con las circunstancias de cada período histórico.
En estas últimas fechas hemos visto recogidas en la prensa internacional análisis cuestionando la legalidad de determinados actos, realizados por unidades militares de estados democráticos, que merecen nuestra atención porque ni son accidentales ni cabe imaginar que no se repitan en los próximos años.
El primero en el que me gustaría que nos detuviéramos es el hundimiento de una lancha en el Mar Caribe por unidades de la Armada de los EE.UU. El presidente Trump afirmó que era una operación contra el intento del grupo criminal Tren de Aragua de introducir droga en el país. Hay quien ha cuestionado tanto la autoría como el cargamento, apuntando a que podía ser un intento de trasladar inmigrantes. Otros subrayan que no es competencia de la Armada este tipo de acciones, sino de otros organismos costeros y policiales. Sobre lo primero poco podemos añadir, por falta de información. En cambio, la segunda precisión sí merece un comentario.
La dimensión del crimen organizado en nuestros días tiene poco que ver con el tamaño que esos grupos tenían cuando desarrollamos ese marco normativo. Siempre hemos pensado que la vida en democracia requiere una clara separación de competencias entre las amenazas internas y las externas. Sin embargo, ese mundo ya no existe. La separación se ha difuminado. El Tren de Aragua es una organización criminal presente en muchos estados de diferentes continentes. Trump ha afirmado que está dirigida por el Gobierno venezolano. No tenemos ninguna prueba de ello, pero sí, y muchas, de que colabora íntimamente con los líderes bolivarianos. Es un vector de inestabilidad allí donde actúa, poniendo en serio peligro la seguridad de sus sociedades y la continuidad de sus sistemas políticos. El daño que está haciendo a Estados Unidos con la introducción de drogas y el establecimiento de redes mafiosas es indudable. Aún más graves son los efectos en estados latinoamericanos. La dimensión del problema excede las capacidades de las instituciones tradicionales, dadas las conexiones con distintos gobiernos y su presencia en diferentes estados, por lo que es comprensible la decisión de Trump. Si el marco jurídico no es apropiado habrá que cambiarlo. Lo que no podemos es no reaccionar ante la emergencia de nuevas amenazas que ponen en peligro nuestra existencia.
El segundo es el relativo a la ejecución de periodistas en la franja de Gaza por parte del Ejército israelí. En más de una ocasión nos hemos detenido en esta columna a explicar la creciente complejidad de la defensa, que en un tiempo muy breve ha pasado de tres «dominios» o entornos a seis. El último es el cognitivo, dirigido a formar un estado de opinión acorde con los intereses del agresor, mediante acciones de desinformación. No hay democracia sin el reconocimiento del derecho a informar y a ser informado. Los medios de comunicación deben, no sólo pueden, responder a la pluralidad característica de nuestras sociedades. Sin embargo, la respetabilidad de un medio estará siempre garantizada en la distinción entre una información veraz y una opinión solvente y coherente con la línea editorial del medio.
Son muchas las empresas de comunicación que no tienen interés en informar, sino en formar. No están, por lo tanto, al servicio del ciudadano sino de un objetivo político. En los regímenes autoritarios y totalitarios son la norma. En un mundo globalizado son muchas las empresas de comunicación que hacen uso de sus capacidades para inundar el mercado de falsedades interesadas. Sus periodistas no son informadores, sino combatientes. Renuncian conscientemente a la verdad para lograr un determinado e interesado impacto en distintas opiniones públicas. La palabra, en su caso, es un arma. El dominio cognitivo está teniendo un desarrollo extraordinario y está fuera de toda duda que es un campo de batalla característico de nuestro tiempo, al aprovechar tanto las interconexiones como las nuevas redes sociales y plataformas. Necesitamos más que nunca información de calidad, por lo que tenemos que cuidar a nuestros periodistas, desde su formación académica hasta su seguridad en sus desplazamientos más arriesgados. Y, por la misma razón, debemos combatir a los que nos agreden con falsedades interesadas desde medios, redes o plataformas. Este es otro campo donde necesitamos un nuevo marco normativo acorde con las nuevas realidades, porque tampoco aquí podemos quedarnos de brazos cruzados ante una amenaza real.