Ha nacido un afán tal por subrayar los hechos diferenciales que se exige que, ¡incluso cuando se habla en castellano!, se utilicen sin embargo los topónimos propios de otra lengua. Hay que marcar patria.
Cómo se llama la provincia? ¿Se llama Bizkaia o se llama Vizcaya? Arduo y encendido debate al que me atrevo a aportar unas cuantas verdades de Perogrullo sólo con afán de incordiar.
La primera es la de que convendría desterrar de esa polémica el uso del pronombre reflexivo ‘se’, un uso que da lugar a proferir las más insignes tonterías: «Esto se llama Vizcaya », «Esto se llama Bizkaia», y así. Perdonen, pero ¿quién es ‘se’?, preguntaría cualquier Sócrates. Ni las cosas ni los lugares ‘se’ llaman de forma ninguna, en el sentido de que ellos mismos se darían su nombre o habrían venido a la existencia con un nombre grabado, sino que somos los hablantes los que los llamamos. Los nombres no son una propiedad de los seres, sino unas etiquetas que ponemos los hablantes a esos seres; los nombres no pertenecen a los objetos denominados, sino a las comunidades de hablantes que los emplean. O más bien, a la lengua misma.
Perogrullo dos: la comunidad de hablantes del español ha llamado desde hace siglos a muchos lugares del planeta de una manera particular, exactamente igual que lo ha hecho la comunidad de hablantes del inglés, del francés, del árabe o del chino. Ha puesto a los sitios que iba conociendo unos nombres adaptados a su experiencia y su particular fonética y reglas, que a veces poco tienen que ver con los nombres que esos mismos lugares reciben en la comunidad de lengua de ese lugar o con los oficiales. Los lugares son de ellos, los nombres son nuestros, ésa es la idea latente en cualquier realidad lingüística. Así, llamamos Alemania, Holanda, Londres, Aquisgrán, Baviera o Múnich a países y lugares que sus nacionales llaman de otra forma en sus propias lenguas, y sería irritante incluso que alguien utilizara cuando habla en castellano el topónimo oficial o el nombre de allí, además de que probablemente no sería entendido por los demás. Si yo escribiera London, Polska o Aachen, para designar a Londres, Polonia o Aquisgrán, cuando escribo en castellano, provocaría al lector un mohín despectivo (¡será cretino éste!).
Perogrullada adicional: esta realidad puramente lingüística nunca ha molestado a nadie, por lo menos que se sepa. Ningún alemán se indigna por ser llamado ‘tedesco’, ‘allemand’ o ‘german’ cuando pasea por Italia, Francia o Estados Unidos, a pesar de que ellos se llaman a sí mismos en su lengua ‘deutsche’. Ni el País de Gales protesta ante la Embajada española cuando así lo nombra el BOE diciendo que su nombre oficial es Cymru. Ni a los españoles nos molesta ser llamados ‘spaniards’ o ‘spanish’. Ni a los gallegos que una ciudad como A Coruña sea llamada La Corogne o The Groyne. Justo al revés, es algo que gusta: porque es un signo de la riqueza de una lengua poseer nombres particulares para lugares lejanos, y porque es un signo de importancia para un lugar tener un nombre en otras lenguas lejanas, distinto del suyo vernáculo.
En cambio, y con esto abandonamos a Perogrullo, en España la cuestión se ha vuelto peculiarmente distinta desde hace unos años: los hablantes de las lenguas no castellanas (o sus autoridades, para ser más exactos) se molestan si alguien utiliza cuando habla en español el topónimo castellano de su ciudad. No lo ven con agrado, sino con inflamado disgusto. Ha aparecido una sensibilidad enfermiza entre muchos españoles que hace que se considere como signo de imperialismo centralista intolerable el uso, ¡cuando se está hablando en castellano!, de los topónimos creados por la comunidad lingüística española a lo largo de los siglos. Ha nacido un afán tal por subrayar los hechos diferenciales que se exige que ¡incluso cuando se habla en castellano! se utilicen sin embargo los topónimos propios de otra lengua. Hay que marcar patria. De manera que los lugares, según los mandarines de turno, sólo tienen un nombre (el oficial determinado por ellos) que deberán usar obligatoriamente todos los hablantes. Bueno, todos no, porque esta sensibilidad enfermiza se acaba en el español, no alcanza a otras lenguas ni a otros hablantes: nadie reclamará que los ingleses supriman el nombre de ‘Biscay’ o los franceses el de ‘Bizcaye’, ni se les acusará de fascistas-imperialistas por usarlos, pero sí se exige que los españoles borren de su idioma el de ‘Vizcaya’ y que la Administración española lo destierre de su lexicografía oficial. Por eso es una enfermedad aldeana, porque su influencia termina justo donde acaba el corral hispano.
El lenguaje políticamente correcto ha aceptado medroso esa exigencia enfermiza y por eso se está olvidando poco a poco en los medios el nombre español de ciertos lugares: nadie osaría hoy decir en un medio ‘Lérida’, ‘Gerona’, ‘Orense’ o ‘las Rías Bajas’; sería una blasfemia tal como decir ‘moro’ o ‘negro’. Aunque, curiosamente, se sigue diciendo en español ‘Cataluña’ y no ‘Catalunya’. Así cambia la lengua, a veces a golpes de estupidez o de corrección política.
Más chirene es cuando se pretende cambiarle el nombre de la cosa a la misma comunidad que poseía tanto la propia cosa como su nombre, y que había mantenido éste durante siglos: cambiarles a los vizcaínos cuando hablan en su lengua común el nombre que siempre dieron a Vizcaya desde la primera vez que ese topónimo se escribió allá por el año 900 dentro de un texto en latín corrupto, o desde que el Señorío se institucionalizó allá por 1526, e imponerles uno oficial extraño a sus usos lingüísticos, por mor de que es el correcto hoy según la academia vernácula, resulta un tanto estrafalario. Si los junteros hubieran hablado lo que debían, y si hubieran respetado la gramática del euskera unificado siglos antes de que se inventase, entonces no habrían escrito lo que escribieron ni habrían dicho lo que dijeron, es el argumento definitivo para cambiar el nombre. Un argumento un tanto presentista y contrafáctico, diría Perogrullo, tal que aquel de «si mi abuela tuviera…».
José María Ruiz Soroa, EL DIARIO VASCO, 8/11/2010