Pedro García Cuartango-ABC
Lo peor de este Gobierno es su afán de deslegitimar a la oposición
Una de las ideas más sugerentes en la historia del pensamiento es que todo lo real es racional. Si damos un paso más, como Hegel, podemos llegar a la conclusión de que lo que existe encierra el más alto grado de racionalidad.
Hegel, que intentaba conciliar el cristianismo con la Ilustración, creía que la Historia avanza progresivamente, en sucesivas fases que culminarán en el triunfo de la Razón con mayúsculas. En ese sentido, el filósofo alemán creyó ver el nacimiento de una nueva era cuando presenció la entrada a caballo de Napoleón tras la derrota prusiana en la batalla de Jena, donde se ganaba la vida como profesor.
Fue un espejismo porque una década después el emperador francés labraría su ruina en Waterloo, que propició el Congreso de Viena y el retorno de las monarquías absolutas. La paradoja es que, aplicando literalmente la dialéctica hegeliana, el absolutismo era racional en la medida que era real.
Si damos un salto en el tiempo de dos siglos, esa contradicción entre lo real y lo racional es hoy tan lacerante como en la época de Hegel, en la que chocaron abruptamente dos formas de entender el mundo: las nuevas ideas que emergían de la Revolución Francesa y el Viejo Régimen que añoraba la dulzura de vivir de la que hablaba Talleyrand.
Hoy asistimos al enfrentamiento entre la concepción de las democracias que nacieron tras la Segunda Guerra Mundial, que permitieron el desarrollo del Estado del bienestar, y el populismo y el nacionalismo, resurgidos de la globalización y las nuevas tecnologías.
Estas fuerzas emergentes han desarrollado ideologías identitarias que desprecian los valores de la Ilustración y cuestionan un modelo de Estado basado en la separación de poderes y en el respeto a la ley. Un ejemplo muy claro es el nacionalismo catalán, cuya naturaleza totalitaria es evidente.
Pero también resulta inquietante la contaminación del Gobierno que preside Pedro Sánchez, que está haciendo tabla rasa de algunos de los principios que sustentan la democracia parlamentaria como son la ejemplaridad, la tolerancia y una serie de normas no escritas que resultan esenciales para la convivencia. Sin olvidar el neolenguaje con el que se intenta confundir a los ciudadanos.
Lo peor de este Gobierno es su afán de deslegitimar a la oposición y responder a las críticas con una arrogancia que revela una mezcla de cinismo y superioridad moral. Puede que Casado se haya equivocado en algunas cuestiones, pero en cualquier caso resulta incomprensible que Sánchez le desprecie y prefiera a los independentistas como interlocutores.
El ministro Ábalos todavía no ha explicado para qué fue al aeropuerto de madrugada para entrevistarse con la número dos de Maduro. Ésa es una de las actitudes que causan perplejidad. La democracia exige transparencia, lo cual brilla por su ausencia en un presidente que ha optado por no responder a las preguntas. Lo real en este país tiene muy poco de racional.