José Luis Zubizarreta-El Correo

  • La politizada naturaleza del Tribunal Constitucional desvirtúa el vigor de sus resoluciones y las convierte, quiérase o no, en piedra de escándalo

Ante las resoluciones emitidas por el Tribunal Constitucional sobre los recursos de amparo interpuestos contra las sentencias de la Audiencia de Sevilla y el Supremo en la causa de los ERE sólo cabe el viejo dicho latino de ‘Roma locuta, causa finita’, es decir, el acatamiento. Así lo impone el orden institucional. Pero la perplejidad es un sentimiento no sujeto a la ley, sino que surge espontáneo cuando uno se enfrenta a actos que le resultan chocantes. Cabe así acatar la resolución, pero sentir, a la vez, perplejidad por las dudas y preguntas que suscita. En mi caso son varias, que trataré de exponer sin pretensión alguna de despejarlas.

La primera nace del extraño hecho de que, lego en Derecho, entienda yo las razones en que se apoyan las resoluciones del TC y no las entendieran, por lo visto, en su día los jueces de la Audiencia y del alto tribunal mencionados. Y es que, según hiriente afirmación del TC, los citados magistrados «desconocen la centralidad del Parlamento (…) en el entramado institucional establecido en el Estatuto de Andalucía». Tal acusación de ignorancia es, además de hiriente, muy grave respecto de tan doctas personas, pues la cosa va nada menos que de «derechos fundamentales infringidos» y supone principios básicos del Derecho como que «la elaboración de los proyectos de ley y su posterior aprobación no pueden incurrir en prevaricación», «no tienen transcendencia penal» y «no pueden ser sometidos a control judicial». Chocado por tan zafia acusación, me pregunto si no será que aquellos jueces, pese a saberse la impertinente lección que les imparte el TC, habían llegado al cabal convencimiento de que la elaboración y la aprobación de aquellas concretas leyes camuflaban una deliberada voluntad de encubrimiento dirigida a permitir y propiciar futuros actos de carácter delictivo. Pero, ¡ah!, en tal caso, se trataría de un acto contrario al derecho a la presunción de inocencia, pese a que los jueces la hubieran ya estimado derruida en virtud de las pruebas aportadas y justamente valoradas.

La composición por bloques es el núcleo de un problema que el sistema no ha sabido -o querido- resolver

Ante estas dudas, a uno le cabe preguntar si no podrá haber ocurrido que el TC haya utilizado su legítima facultad de intervención para reparar «derechos humanos infringidos» a modo de excusa para, arrogándose el papel de tribunal de casación, revisar y desmontar una sentencia dictada en tribunales ordinarios. Es uno de los reproches que hacen sus miembros disidentes. Y es este reproche, tan fundado, en principio, como las resoluciones mayoritarias, el que motiva la duda que se repite cada vez que el TC emite una sentencia no unánime sobre asuntos de relevancia política. La duda afecta a la delicada relación que existe o debe existir entre un tribunal de extracción y, hasta quizá, de vocación política, como el TC, y otros técnicos o ‘de carrera’, como los ordinarios de Justicia y, en especial, el Supremo. La propia composición por bloques, que en absoluto se reprime de manifestarse como tal en las resoluciones y con tanta naturalidad se asume por expertos y legos, apunta al núcleo de un problema que nuestro sistema democrático no ha sabido -o querido- resolver y que, más que a leyes y normas, se refiere a los valores y principios que deben regir el ejercicio de la política a fin de refrenar la voracidad de poder que domina a sus protagonistas.

Nadie mejor que el TC advirtió de este peligro, así como de la necesidad de autocontrol, cuando, en sentencia 108/1986, del 29 de julio, sobre el CGPJ, dejó constancia de una recomendación que podría servir, punto por punto, para ordenarse a sí mismo. En el proceso de elección, «se corre el riesgo de frustrar la finalidad (…), si las Cámaras (…), actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atienden sólo a la división de fuerzas existentes en su propio seno (…). La lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y, entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial». Si así se hubiera procedido en el caso del TC, cabría preguntarse si las resoluciones en cuestión habrían sido las mismas que han sido, por respetables y vinculantes que las ya emitidas sean. Pero la interferencia entre poderes es en nuestro país un problema que tendrá que esperar a la llegada de nuevos agentes para verse satisfactoriamente resuelto. Mientras tanto, seguirá siendo la piedra con que el sistema tropiece día a día y que para los ciudadanos sea de continuo escándalo.