EL MUNDO 27/01/14
ARCADI ESPADA
Querido J:
Esta noche sabemos a dónde ir. Pero a partir de mañana comienza una época de perros sueltos. Es un mal asunto. Lo conozco y es un mal asunto. La primera vez me pasó alrededor de 1978. Ya éramos ciudadanos constitucionales, pero cerró el Sanlúcar, en el fondo de las Ramblas. Era un bar andaluz, del tipo maravilloso. Sus mesas y sillas estaban hechas del roble de Virginia de las botas y se bebía como su nombre indica. Durante el largo destierro incluso estuve a punto de dejar el vino. En los ochenta cerró el Mirasol de la Gala Placidia. Era una pecera agradable y tranquila, que le habría gustado a Carmen Martín Gaite. No te dejaban entrar si no llevabas un libro en la mano, porque allí se iba a posar. Fue con su final que dejé de escribir poemas. El progreso existe. No sé por qué no me acuerdo del cierre del Velódromo, en la calle Muntaner con Londres. Durante una época iba mucho, también a jugar al billar. Sospecho que la razón del olvido es que se reconstruyó tal cual, como el Liceo, y hoy sigue abierto: la memoria aprecia los derribos y en modo alguno las rehabilitaciones ni coñas. En cuanto al Cristal City, de la plaza Molina, ese fue el cierre más odioso. El padre lo había hecho en plena posguerra, poco a poco, con cuidados y mimos. Era un bar-librería, una novedad absoluta en la ciudad. Cuando yo iba ya lo señoreaba el hijo, que resoplaba, ahíto de ácaros. Hasta que cumplió su sueño de abrir allí un coreano. Como yo iba cada noche a tomar café con leche con mi novia no tuve más remedio que casarme. Cuando me divorcié volví a los bares, cumpliendo con la naturalidad de las cosas. Pero no creo que disfrutara a fondo del Víctori más de un año. Esa gran coctelería estaba en el Pasaje Mercader, enfrente de aquel Marfil donde en los años noventa aún podían verse estraperlistas. Una noche el señor Victorí (una tilde sutil y bailonga separaba al hombre de su obra) dijo que cerraba y que nos apresuráramos a beber. Yo entonces aún hacía preguntas. Y me contestó que se estaba haciendo viejo, como si levantar la coctelera fuera descargar madera en los muelles. Así empezaron años baldíos. Cientos de veces me repetía la sentencia del poeta: aquellos a los que no conocimos, porque no había lugar para hacerlo. En mi sinvivir alguna noche acababa en la precaria barra del Bistrot 106 de Aribau. Pero el Bistrot de Christian era un restaurante, tal vez el más personalmente exaltante de cuantos haya conocido, y las copas que allí me daban eran caridad para el desconsolado y yo sólo creo en la justicia. De modo que fueron tiempos de ir a la cama con el estómago lleno, una mala práctica, porque los alimentos deben disolverse en alcohol, especialmente el palabrero, ambicioso y procaz de la primera madrugada. Hasta que un día de hace una década el niño Sostres me dijo que fuera al Tirsa.
Me gustó mucho el lugar. La gente, que es muy pesada, se ha quejado mucho de tener que ir a Hospitalet, pero yo no, desde luego, porque al principio me encantaba jugar con el gps, cuando todavía era un artefacto inseguro y senderipítyco. Y luego, avec le temps, aprendí a ir en el metro de medianoche y cruzar el puente de la Torracha, lo batiera el viento o la lluvia. Era la mejor manera de comprender que el Tirsa era un bar de estación, de las noches en que los hombres sueñan con trenes. El Tirsa, además, estaba en una esquina que yo reconocí enseguida como de San Telmo, su casita de dos plantas (¡donde dormía una abuela!) y un farol. Así que al Tirsa había que ir. En esta época de chándal todo aprieta y molesta, y la gran tragedia: que incluso a las mujeres; pero yo sé cuánto le debió El Bulli a la ascesis. Sostres no sólo me llevó, sino que él mismo era una de sus atracciones principales. Una idea aproximada del paraíso es que a la una de la mañana llegue Sostres a un bar donde llevas un rato bebiendo. La sed abrasadora que provocan su simpatía y su ingenio. Pero, naturalmente, en el Tirsa había algo más que las circunstancias. Siempre hay que ir a los textos. Manuel Tirvió servía allí obras maestras. Y la principal su gin tonic a la inglesa, en vaso corto. Como cualquier obra maestra era una propuesta moral. Tirvió plantaba cara a la macedonia populista (copas balón, pimientas, árboles frutales, tónicas todo en uno y eau de gin) con un golpe breve y seco de tónica, ginebra, un twist de limón y mucho hielo. Cómo en el caso de la tortilla a la francesa o la columna del periódico hacer algo grande con pocos ingredientes es dificilísimo. A un lado está el arte y al otro el guiso. La clave estribaba en el delicado y concienzudo trabajo de todos los detalles. El primero, el vaso. Tirvió guardaba una docena, soplados a mano, estrechos y con un vago aireado de tulipa. Algunos pocos clientes bebían en ellos. Ciertamente. Vuelvo al Bulli: no sólo fui sino que comí en su cocina. La ginebra y la tónica sólo podían ser Tanqueray Ten y Fever Tree (hubo una época Schweppes, de burbuja gorda, antes de la crisis) y las dos frías. El hielo debía estar ultracongelado, sin desfallecimientos. Lo más delicado era el limón: hay quien todavía cree que el gin tonic lleva zumo de limón y no dos gotas de su aceite. Es importantísimo que fuera de Murcia. ¡Con lo que damos con la yema de la propuesta moral! Hará unos ochenta años, en la época del Transmiseriano, pusieron cerca del Tirsa unos carteles que advertían: «¡Cataluña termina aquí! ¡Aquí empieza Murcia!» Ahora han vuelto a ponerlos y por eso los limones sólo pueden ser de Murcia.
Bueno. Todo esto se ha acabado. Como vamos sabiendo hay infartos y microinfartos.
Sigue con salud
A.